Octubre de 2007
Cuando Roy Grace comenzó su carrera, trabajaba de policía de barrio en el centro de Brighton y luego estuvo una breve temporada en la unidad de antivicio del Departamento de Investigación Criminal. Conocía la mayoría de las caras y los nombres de los traficantes de la calle, y de algunos de los consumidores principales, y había arrestado a la mayoría en algún momento u otro.
Normalmente sólo atrapaban a delincuentes de medio pelo, objetivos fáciles. A menudo la policía pasaba de ellos, sólo los vigilaba, incluso entablaba amistad con algunos con la esperanza de que los condujera a un pez mayor, los intermediarios, los proveedores y, muy de vez en cuando, a un envío importante. Pero cada vez que la policía obtenía un resultado y sacaba de la calle a un puñado de malhechores, siempre había otros esperando entre bastidores.
En estos momentos, sin embargo, mientras estacionaba el Alfa Romeo en el aparcamiento de Church Street y apagaba el motor, ahogando la canción que sonaba de María Glenn, los bajos fondos de la droga de Brighton también podían encajar en sus propósitos inmediatos.
Con un impermeable ligero sobre el traje, se abrió camino entre la multitud que comenzaba a salir de sus despachos a la hora de comer. Pasó por delante de cafés y bares de sándwiches y del Corn Exchange y giró en Marlborough Place, donde se detuvo y fingió llamar por teléfono. La zona situada justo al norte de aquí, y al otro lado de London Road hacia el este, había sido el territorio de los traficantes en el centro de Brighton desde hacía mucho tiempo.
Tardó menos de cinco minutos en ver a dos hombres apurados pobremente vestidos. Caminaban más deprisa que los demás, eran blancos fáciles. Comenzó a seguirles pero se mantuvo a cierta distancia. Uno era alto y delgado, con los hombros redondeados, y llevaba una cazadora encima de unos pantalones grises y deportivas. El más bajo y corpulento, que vestía una sudadera encima de unos pantalones de chándal y zapatos negros, andaba con un aire extraño de chulería, con los brazos separados del cuerpo, y miraba preocupado hacia atrás cada pocos momentos como para comprobar que nadie le seguía.
El más alto llevaba una bolsa de plástico, casi seguro que con una lata de cerveza dentro. Beber en la calle era ilegal en la ciudad, así que la mayoría de la gente envolvía una lata abierta en una bolsa de plástico. Caminaban muy rápido, bien porque tenían prisa por conseguir dinero, en cuyo caso estaban a punto de cometer un delito -tal vez un tirón de bolso o un robo en una tienda-, o porque iban a encontrarse con un camello para comprar su dosis diaria, supuso Grace. O podían ser camellos que iban a reunirse con un cliente.
Dos autobuses rojos y amarillos pasaron a toda velocidad, seguidos de un taxi Streamline y luego una hilera de coches particulares. En algún lugar, una sirena gimió y los hombres giraron la cabeza. El corpulento parecía mirar constantemente hacia atrás a su derecha, así que Grace se mantuvo a la izquierda, pegado a los escaparates, ocultándose tanto como podía detrás de la gente.
Los dos hombres giraron a la izquierda en Trafalgar Square y Grace se convenció de su presentimiento. En efecto, al cabo de un par de cientos de metros, doblaron a la izquierda y entraron en su destino.
Pelham Square era una plaza pequeña y elegante de casas adosadas de la Regencia, con un parque vallado en el centro. Los bancos situados cerca de la entrada de Trafalgar Square siempre habían sido un lugar popular entre los oficinistas para almorzar los días que hacía buen tiempo. Ahora, con la prohibición de fumar en el trabajo aún parecía más popular. Pocas personas de las que comían un sándwich o fumaban el cigarrillo de después de comer miraban -o prestaban atención incluso- al batiburrillo de gente reunida en otro banco al final del parque.
Grace se apoyó en una farola y les observó unos momentos.
Niall Foster era una de las tres personas sentadas en el banco, bebiendo cerveza como los demás de una lata oculta en su bolsa de plástico. Era un hombre de cuarenta y pocos años y rostro huraño y mezquino debajo de un peinado extraño que parecía la tonsura mal cortada de un monje. Llevaba una camiseta, a pesar de la brisa helada, encima de un mono y botas de obrero.
Grace lo conocía muy bien. Era un ladrón y un traficante de poca monta; seguro que era el que suministraba al grupo triste de personas que lo rodeaban. Junto a él en el banco había una mujer mugrienta e intranquila de pelo castaño enmarañado. A su lado estaba sentado un hombre de unos treinta años que no dejaba de ponerse la cabeza entre las piernas.
Los dos hombres a los que había seguido se acercaron a Foster. Era un movimiento de manual. Habría dicho a cada uno de sus consumidores que se reuniera aquí con él, en este parque, a esta hora exacta. Si luego se ponía nervioso por si alguien lo vigilaba, abortaría, se marcharía del parque, escogería otro lugar y llamaría a cada uno de sus clientes para que fueran allí. A veces podía haber varios movimientos de este tipo antes de que los traficantes se sintieran cómodos, y a menudo tenían un ayudante joven que se encargaba de la distribución. Pero Foster era un agarrado, seguramente no querría pagar a nadie. Y, además, conocía el sistema. Era muy consciente de que él no era nadie y si surgían problemas simplemente se tragaría las bolsitas de droga que llevara encima y las retiraría de retrete más tarde.
Niall Foster miró en su dirección y cuando Grace subió a la acera, pues no quería que lo viera, casi chocó con el hombre al que andaba buscando.
Habían pasado unos años, pero aun así Grace se quedó sorprendido al ver lo mucho que había envejecido el viejo delincuente. Terry Biglow pertenecía a una de las familias de criminales de Brighton. La historia de los Biglow se remontaba a bandas de navajeros que en los años cuarenta y cincuenta habían librado luchas territoriales por controlar el negocio de las extorsiones a comerciantes a cambio de protección, y en su día hubo mucha gente en Brighton y Hove que se asustaba sólo con oír su nombre. Pero ahora la mayoría de los miembros mayores de la familia habían muerto, mientras que los más jóvenes cumplían largas condenas en la cárcel o se habían fugado a España. Los que seguían en la ciudad, como Terry, eran delincuentes de baja estofa.
Terry Biglow había comenzado como timador, luego había pasado a comerciar con objetos robados y a trabajar de camello ocasional. Solía ser pulcro y humilde, llevar el pelo lacio y brillante peinado hacia arriba en un tupé y calzar zapatos baratos pero elegantes. Ahora debía de tener entre sesenta y cinco y setenta años, pensó Grace, pero podría echarle diez años más perfectamente.
El viejo pícaro todavía llevaba el pelo perfectamente peinado, pero lo tenía grasiento y desaliñado y un poco encanecido. Su cara de rata estaba amarillenta y tan delgada que se le veía demacrado, mientras que sus dientes pequeños y puntiagudos eran del color del óxido. Vestía un traje gris gastado con los pantalones sujetos con un cinturón barato y subidos hasta el pecho. También parecía haber encogido varios centímetros y olía a viejo. El único rastro que quedaba del Terry Biglow original eran el gran reloj dorado y el enorme anillo con una esmeralda.
– Señor Grace, sargento Grace, ¡me alegro de verle! ¡Menuda sorpresa!
«En realidad no es tanta sorpresa», estuvo a punto de decirle Roy Grace. Pero le gustó lo bien que estaba saliendo su visita al centro.
– Ahora soy comisario -le corrigió Grace.
– ¡Sí, por supuesto! Lo había olvidado. -La voz de Biglow era débil y aflautada-. Le ascendieron. Lo oí, sí. Se lo merece, señor Grace. Lo siento, sargento… comisario. Ahora estoy limpio. Encontré a Dios en la cárcel.
– También él cumplía condena, ¿no? -replicó Grace.
– Ya no hago esas cosas, señor -dijo Biglow, muy serio, sin captar la broma de Grace, u obviándola.
– Así que sólo es una coincidencia que estés aquí delante del parque mientras Niall Foster suministra dentro, ¿verdad, Terry?
– Pura coincidencia -dijo Biglow, sus ojos más furtivos que nunca-. Sí, es una coincidencia, señor. Yo y mi amigo… Sólo íbamos a almorzar, sólo pasábamos por aquí.
Biglow se volvió hacia su compañero, que iba igual de mal vestido que él. Grace conocía al hombre, Jimmy Bardolph, un esbirro de los Biglow en otros tiempos. Pero nada más, imaginó. El hombre apestaba a alcohol, tenía la cara cubierta de costras y el pelo despeinado. No parecía haberse lavado desde que le limpiaron los restos de la placenta.
– Jimmy, éste es mi amigo, el comisario Grace. Es un buen hombre, siempre ha sido justo conmigo. Si hay un poli en quien puedas confiar, Jimmy, es el señor Grace.
El hombre extendió una mano venosa y sucia que emergió de la manga excesivamente larga de su impermeable.
– Encantado de conocerle, agente. Tal vez podría ayudarme.
Haciendo caso omiso, Grace se volvió hacia Biglow.
– Necesito hablar contigo sobre un viejo amigo tuyo… Ronnie Wilson.
– ¡Ronnie! -exclamó Biglow.
Por el rabillo del ojo, Grace vio que Foster ya le había visto y ahora cruzaba el parque a toda prisa. El traficante cruzó la entrada, lanzó a Grace una mirada de cautela y partió calle abajo, medio caminando, medio corriendo, acercándose el móvil a la oreja mientras se alejaba.
– ¡Ronnie! -repitió Biglow. Sonrió a Grace con nostalgia y meneó la cabeza-. El viejo Ronnie. Está muerto, ¿lo sabías, verdad? Que Dios le tenga en su gloria.
El aire fresco no tenía un buen efecto para el dolor de cabeza de Grace, así que decidió seguir la recomendación de Bella sobre la comida caliente y grasienta.
– ¿Habéis almorzado? -preguntó.
– No, justo íbamos a comer ahora -respondió Terry Biglow sonriendo de repente, como si le satisficiera la coartada que acababa de presentársele-. Sí, verás, es lo que Jimmy y yo… Por eso estamos aquí. Íbamos al café, como hace una mañana tan bonita…
– Bien. Pues en ese caso, vosotros primero. Yo invito.
Los siguió calle abajo, Jimmy avanzando a saltitos, como un juguete mecánico al que había que dar cuerda, y entraron en una cafetería cutre.