Octubre de 2007
El avión aterrizó en Gatwick a las 5.45 de la mañana, con veinticinco minutos de adelanto gracias al viento de cola, como anunció con orgullo el comandante. Roy Grace estaba hecho polvo. Siempre bebía demasiado alcohol en los vuelos nocturnos, con la esperanza de quedarse K.O. Lo conseguía, pero sólo un rato y luego, como esta mañana, tenía resaca y una sed atroz. Para rematarlo, se sentía incómodamente lleno por un desayuno repugnante.
Si su bolsa salía deprisa, pensó, tal vez tuviera tiempo de pasar por casa, darse una ducha rápida y cambiarse de ropa antes de acudir a la reunión informativa. No tuvo suerte. Quizás el avión hubiera llegado antes, pero el retraso en la cinta del equipaje pulverizó esa ventaja y ya eran las siete menos veinte cuando pasó con la bolsa por la puerta de «Nada que declarar» y se dirigió a los autobuses que iban al parking de estacionamiento prolongado. De pie en la parada, en el aire gélido pero seco de la mañana, marcó el número de Glenn Branson para que le pusiera al día.
Su amigo sonaba raro.
– Roy-dijo-, ¿vas a pasar por casa?
– No, voy a ir directamente para allá. ¿Qué hay de nuevo?
El sargento lo puso al tanto. Primero le informó sobre los progresos de Norman Potting en Sydney. En el transcurso del día había surgido información sobre los pasaportes de David y Margaret Nelson que revelaba que ambos eran falsificaciones. Y David Nelson había desaparecido de su piso. Ahora Potting y Nicholl estaban visitando a todos sus vecinos, con la esperanza de obtener más información sobre su estilo de vida y círculo de amistades.
Entonces Branson pasó a Katherine Jennings. Estaba esperando una llamada de Skeggs para concretar la hora y el punto de encuentro donde realizarían la entrega de los sellos y de su madre. Branson le dijo que tenían dos unidades de vigilancia a la espera, hasta veinte personas disponibles si decidían que las necesitaban.
– ¿Tenemos unidades armadas? -preguntó Grace.
– No poseemos datos de que Skeggs vaya armado -contestó-. Si la situación cambiara, las llamaríamos para que intervinieran.
– ¿Estás bien, colega? -dijo Grace cuando Branson terminó-. Pareces un poco estresado. ¿Es por Ari?
Branson dudó.
– De hecho estoy preocupado por ti.
– ¿Por mí?
– Bueno, por tu casa en realidad.
Grace sintió una punzada de alarma.
– ¿Qué quieres decir? ¿Te quedaste anoche?
– Sí, sí, gracias. Te lo agradezco.
Grace se preguntó si su amigo habría roto algo. Tal vez su preciada máquina de discos antigua, que Glenn siempre estaba toqueteando.
– Puede que no sea nada, Roy, pero cuando me marchaba esta mañana, he visto a Joan Major pasando en coche por tu calle, al menos juraría que la he visto, vaya. Aún no era de día, así que podría equivocarme.
– ¿Joan Major?
– Sí. Conducía un monovolumen Fiat de esos pequeños tan peculiares. No se ven demasiados.
Glenn Branson tenía un poder de observación impresionante. Si decía que había visto a la arqueóloga forense, era casi seguro que no se equivocaba. Grace subió al autobús, con el teléfono pegado a la oreja. Era curioso que Glenn la hubiera visto conduciendo por su calle, pero no era nada del otro mundo.
– Tal vez sus hijos vayan al colegio por esta zona.
– Lo dudo. Vive en Burgess Hill. Tal vez fuera a dejarte algo.
– No tiene sentido.
– Quizá le ha pasado algo y quería verte.
– ¿A qué hora te has ido?
– Sobre las siete menos cuarto.
– A esa hora de la mañana no pasas por casa de nadie para charlar. Si es urgente, llamas por teléfono.
– Sí. Eso es lo que se hace.
Grace le dijo que esperaba llegar al despacho a tiempo para la reunión, pero cuando subió a su coche decidió que, siempre que el tráfico de hora punta no fuera muy denso, primero pasaría por casa. Le inquietaba algo que no podía acabar de precisar.