Noviembre de 2007
Era uno de esos días extraños de otoño en que Inglaterra lucía su mejor cara. Desde la ventana, Abby miraba el cielo azul y despejado y el sol de la mañana, que estaba bajo pero le calentaba la cara.
Dos pisos más abajo, en los jardines cuidados, un jardinero trabajaba con una especie de aspirador recogiendo hojas. Un anciano con un impermeable nuevo caminaba despacio y a sacudidas alrededor del perímetro de un estanque ornamental, lleno de carpas koi, pinchando el suelo con cautela con su andador, como si anduviera por un campo de minas. Una señora menuda de pelo blanco estaba sentada en un banco en la parte más alta de la extensión escalonada, envuelta en un abrigo de cuadros escoceses, examinando atentamente el Daily Telegraph.
La residencia Bexhill Lawns era más cara que la primera que había previsto reservar, pero podía acoger a su madre enseguida y, ¿a quién le importaba ahora lo que costara?
Además, era un placer verla tan contenta y tan bien aquí. Resultaba difícil creer que dos semanas atrás hubiera entrado en esa furgoneta y hubiera visto el rostro perplejo de su madre asomando por la alfombra enrollada. Ahora parecía una persona nueva, había vuelto a la vida. Como si, de algún modo, todo lo que había pasado la hubiera fortalecido.
Abby giró la cabeza para mirarla. Notaba el mismo nudo de siempre en la garganta cuando se despedía de su madre. Siempre le asustaba que fuera la última vez que la veía.
Mary Dawson estaba sentada en el sofá de dos plazas de la habitación grande y bien equipada, llenando una inscripción para uno de los concursos de sus revistas. Abby se acercó a ella, puso tiernamente una mano en su hombro y la miró.
– ¿Cuál es el premio? -le preguntó, la voz entrecortada mientras transcurrían sus últimos y preciados minutos juntas. El taxi llegaría pronto.
– ¡Quince días en Mauricio en un hotel de lujo para dos!
– Pero mamá, ¡si ni siquiera tienes pasaporte! -la reprendió Abby con buen humor.
– Ya lo sé, querida, pero tú podrías conseguirme uno sin problemas si lo necesitara, ¿verdad? -Lanzó una mirada extraña a su hija.
– ¿Qué quieres decir?
– Sabes exactamente qué quiero decir, querida -contestó su madre sonriendo como una niña picara.
Abby se sonrojó. Su madre siempre había sido más lista que una ardilla. Nunca había podido esconderle nada demasiado tiempo, desde que era pequeña.
– No te preocupes -añadió su madre-. No voy a ir a ninguna parte. Está la alternativa del premio en metálico.
– Me encantaría sacarte el pasaporte -dijo Abby, que se sentó en el sofá, pasó un brazo alrededor de sus hombros frágiles y le dio un beso en la mejilla-. Me encantaría que vinieras conmigo.
– ¿Adónde?
Abby se encogió de hombros.
– Cuando me instale en alguna parte.
– ¿Y aparecer yo para cortarte las alas?
Abby soltó una carcajada nostálgica.
– Tú nunca me cortarías las alas. -Tu padre y yo nunca fuimos mucho de viajar. Cuando tu difunta tía, Anne, se trasladó a Sydney hace años, no dejaba de decirnos lo maravilloso que era aquello y que debíamos mudarnos allí. Pero tu padre siempre decía que sus raíces estaban aquí. Y las mías también. Pero estoy orgullosa de ti, Abby. Mi madre solía decir que una madre era para cien hijos, pero que cien hijos no eran para una madre. Tú has demostrado que se equivocaba. -Abby contuvo las lágrimas-. Estoy muy orgullosa de ti. Una madre no podría pedir mucho más de una hija. Excepto una cosa quizá. -La miró burlonamente.
– ¿Qué?-Abby sonrió, sabía lo que diría.
– Nietos.
– Algún día, quizá. Quién sabe. Entonces sí que tendrás que sacarte el pasaporte y estar conmigo.
Su madre volvió a mirar el formulario para el concurso unos momentos.
– No -dijo, y meneó la cabeza con firmeza. Entonces dejó el bolígrafo, cogió la mano de su hija entre sus dedos huesudos y manchados y se la apretó con fuerza.
A Abby le sorprendió su fuerza.
– Si alguna vez decides ser madre, querida Abby, recuerda siempre una cosa. Primero tienes que dar raíces a tus hijos. Luego, dejarlos volar.