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Octubre de 2007


Algo preocupaba al inspector Stephen Curry cuando volvió a su despacho después de la reunión con la policía municipal, que se había alargado mucho más de lo esperado.

Ésta también se había convertido en un almuerzo durante el que, entre sándwich y sándwich, trataron una gran variedad de temas, desde dos campamentos ilegales que causaban problemas en Hollingbury y Woodingdean a la elaboración de un informe de inteligencia sobre las últimas bandas de adolescentes y una plaga de palizas asociadas con ellos. Estos incidentes violentos estaban convirtiéndose en un problema cada vez más grave, ya que los jóvenes grababan las agresiones en vídeo y luego las colgaban como trofeos en redes sociales como Bebo y MySpace. Algunos de los peores ataques se habían producido en colegios, habían aparecido en el Argus y habían tenido un gran impacto en los niños y preocupado a los padres.

Eran casi las 14.30 y tenía una tonelada de trabajo que hacer. Hoy debía salir más temprano de lo normal, era su aniversario de boda y le había dado a Tracy su palabra (su palabra garantizada) de que no llegaría tarde a casa.

Se sentó a su mesa y repasó en el ordenador los registros de todos los incidentes que habían tenido lugar en su zona durante las últimas horas, pero ahora mismo no había nada que requiriera su atención. Todas las llamadas de emergencia habían sido respondidas sin retrasos y no había ningún incidente crítico importante que pudiera minar los recursos. Sólo constaba la colección habitual de delitos menores.

Entonces, recordando la llamada de Roy Grace, abrió su libreta y leyó el nombre «Katherine Jennings» y la dirección que había anotado. Acababa de ver entrar a uno de los sargentos del primer turno del equipo de la policía municipal, John Morley, así que descolgó el teléfono y le pidió que enviara a alguien a ver a la mujer.

Morley sujetó el auricular con el hombro, cogió un bolígrafo y con la mano izquierda marcó la página del expediente de un delito que estaba repasando relativo a un preso detenido en el turno de noche. Luego dio la vuelta a un trozo pequeño de papel que había sobre su mesa y en el que antes había escrito la matrícula de un vehículo, y apuntó el nombre y la dirección de la mujer.

El sargento era joven e inteligente y el peinado moderno y el chaleco antipuñaladas le daban un aspecto más duro de lo que era en realidad. Pero, como todos sus compañeros, estaba estresado porque trabajaba demasiado debido a la falta de personal.

– Podría haber numerosas razones por las que se mostrara angustiada con ese capullo de Spinella. A mí también me angustia.

– ¡Dímelo a mí! -coincidió con él Curry.

Al cabo de unos minutos, Morley se disponía a pasar los detalles a su libreta cuando el teléfono volvió a sonar. Era una operadora del centro de recursos que le pidió que se hiciera cargo de una emergencia de grado uno: una niña de ocho años que había desaparecido. Se había esfumado del colegio esta tarde y no estaba con su familia.

Al cabo de unos momentos, se armó un lío padre. Morley avisó primero por radio al inspector de guardia y luego gritó las instrucciones a su equipo de agentes y policías de barrio que patrullaban por la ciudad. Mientras se encargaba de todo aquello, corrió al fondo de la sala abarrotada, en la que había media docena de escritorios metálicos comunitarios, cajas de suministros y una hilera de colgadores y ganchos para chaquetas, sombreros y cascos, y cogió su gorra.

Luego se llevó a un par de agentes que habían llegado al turno de tarde antes de la hora y se dirigió hacia la puerta medio corriendo, hablando todavía por teléfono.

Al pasar los tres hombres por delante de la mesa de Morley, la corriente de aire levantó el trozo de papel con el nombre y la dirección de Katherine Jennings, lo elevó de la superficie llana y lo tiró al suelo.

Diez minutos después, una ayudante de personal entró en la sala y dejó encima de la mesa del sargento Morley varias copias de la última directriz sobre formación multicultural en el seno de la policía para que las distribuyera. Al marcharse, vio el trozo de papel en el suelo. Se agachó, lo recogió y lo tiró, diligentemente, a la papelera.

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