Octubre de 2007
Bella llamó por radio a uno de los miembros de la Operación Dingo al centro de investigaciones y le pidió que recopilara una lista completa de todas las tiendas de sellos del área de Brighton y Hove. Luego, con Glenn al volante otra vez, se dirigieron a Queens Road a ver al comerciante que había mencionado Stephen Klinger.
Justo pasada la estación, Hawkes parecía uno de esos lugares que llevaban toda la vida allí. Tenía ese tipo de escaparates que no cambiaban nunca, sino al que iba añadiéndose algo de vez en cuando. Estaba lleno de cajas con colecciones de monedas, medallas, sobres de primer día en sobres de plástico y postales antiguas.
Corrieron dentro, para protegerse de la llovizna que arreciaba, y vieron a dos mujeres de unos treinta años que podrían ser hermanas, las dos de pelo claro y guapas, muy lejos de la imagen que Branson tenía en mente de un comerciante de sellos. Había imaginado que la filatelia era un territorio de hombres bastante raritos.
Las mujeres estaban sumidas en una conversación y no prestaron atención a los policías, como si estuvieran acostumbradas a los curiosos que les hacían perder el tiempo. Glenn y Bella recorrieron la tienda, esperando educadamente a que terminaran. Dentro, el local aún estaba más abarrotado. Gran parte del suelo estaba ocupado por mesas de caballetes en las que había cajas de cartón llenas de postales antiguas picantes y viejas escenas de Brighton.
Las mujeres dejaron de hablar de repente y se volvieron para mirarles. Branson sacó su placa.
– Soy el sargento Branson del Departamento de Investigación Criminal de Sussex y ella es mi compañera, la sargento Moy. Nos gustaría hablar un momento con el propietario. ¿Es una de ustedes?
– Sí -dijo la que parecía mayor, con voz agradable, pero ligeramente reservada-. Soy Jacqueline Hawkes. ¿De qué se trata?
– ¿Le dicen algo los nombres de Ronnie y Lorraine Wilson?
Pareció sorprendida y lanzó una mirada a la otra mujer.
– ¿Ronnie Wilson? Mamá solía comerciar con él hace unos años. Le recuerdo bien. Entraba y salía a menudo, para regatear. Murió, ¿verdad? En el 11-S, creo recordar.
– Sí -dijo Bella, que no quería revelar más información.
– ¿Era un comerciante importante? ¿De alto nivel? -preguntó Branson-. Ya sabe, de sellos muy raros.
Ella negó con la cabeza.
– Con nosotros no. Nosotros no comerciamos demasiado en el mercado de sellos caros, no disponemos de ese tipo de material. En realidad, sólo somos una tienda normal.
– ¿Hasta qué valores comercian?
– Cosas pequeñas, en su mayoría. No manejamos sellos con un valor superior a unos cientos de libras. A menos que venga alguien con una ganga evidente, entonces tal vez subamos un poco.
– ¿Alguna vez vino Lorraine Wilson? -preguntó.
Jacqueline se quedó pensando un momento, luego asintió.
– Sí, sí que vino, no recuerdo exactamente cuándo. No mucho después de que él muriera, creo que sería. Tenía algunos sellos de su marido que quería vender. Se los compramos, no fue una gran cantidad, sólo unos cientos de libras; hablo de memoria.
– ¿Alguna vez le habló de comerciar con cantidades mucho mayores? ¿Gastar una suma importante de dinero?
– ¿De qué suma importante de dinero estamos hablando?
– Cientos de miles.
Ella negó con la cabeza.
– Nunca.
– Si alguien viniera a verla para que le comprara algo, varios cientos de miles de libras en sellos, digamos, ¿qué haría usted?
– Le dirigiría a una casa de subastas de Londres o a un comerciante especializado ¡y esperaría que fuera lo bastante decente como para darme una pequeña comisión!
– ¿A quién le enviaría en esta zona?
Ella se encogió de hombros.
– Sólo hay una persona en Brighton que comercie a ese nivel. Se llama Hugo Hegarty. Ya debe de tener sus añitos, pero sé que todavía comercia.
– ¿Tiene su dirección?
– Sí. Se la buscaré.
Dyke Road, que describía una curva perfecta hasta Dyke Road Avenue, se extendía como una espina dorsal desde cerca del centro de la ciudad hasta donde empezaban los Downs, y servía de frontera entre Brighton y Hove. Aparte de un par de secciones en las que estaba flanqueada de tiendas, oficinas y restaurantes, la mayor parte de la calle era residencial, con casas que se volvían progresivamente más chic a medida que se alejaban del centro de la ciudad.
Para alivio de Bella, el tráfico era denso, lo que obligó a Glenn a conducir a paso de tortuga. Leyendo los números de las casas, dijo:
– Ya estamos, a la izquierda.
Había un camino de entrada que parecía un símbolo de estatus casi obligatorio en este barrio. Pero, a diferencia de la residencia de los Klinger, no había verja eléctrica, sólo una de madera que no parecía haberse cerrado en años. La entrada estaba atestada de coches, así que Branson aparcó fuera, subiendo dos ruedas a la acera, consciente de que obstruía el carril bici pero incapaz de hacer mucho más.
Entraron en la finca, rozando un BMW descapotable antiguo, un Saab más viejo incluso, un Aston Martin DB7 gris y mugriento y dos Volkswagen Golf. Se preguntó si Hegarty también comerciaba con coches además de sellos.
Se resguardaron en el porche y llamaron al timbre. Cuando se abrió la imponente puerta de roble, Glenn Branson reaccionó con retraso. El hombre que les atendió era clavado a uno de sus actores preferidos de todos los tiempos, Richard Harris.
Se quedó tan pasmado que por un momento no le salieron las palabras mientras buscaba su placa.
El hombre tenía uno de esos rostros curtidos a los que Glenn le costaba poner edad. Podía estar entre los sesenta y cinco y los setenta y muchos. Su pelo, más cerca del blanco que del gris, era largo y lo llevaba bastante despeinado, y vestía un jersey de criquet encima de una camisa de sport y pantalones de chándal.
– Somos el sargento Branson y la sargento Moy del Departamento de Investigación Criminal de Sussex -dijo Glenn-. Nos gustaría hablar con el señor Hegarty ¿Es usted?
– Depende de a qué señor Hegarty estén buscando -dijo el hombre con una sonrisa claramente evasiva-. ¿A uno de mis hijos o a mí?
– Al señor Hugo Hegarty -dijo Bella.
– Soy yo. -Miró su reloj-. Dentro de veinte minutos tengo que ir a jugar al tenis.
– Sólo serán unos minutos, señor -dijo ella-. Queremos hablar con usted sobre alguien con quien creemos que comerciaba hace unos años, Ronnie Wilson.
Hegarty entrecerró los ojos y de repente pareció muy preocupado.
– Ronnie. ¡Dios bendito! ¿Saben que murió?
Hugo Hegarty dudó antes de retroceder unos pasos y decir, en un tono un poco más afable:
– ¿Quieren pasar? Hace un día horrible.
Entraron en un pasillo largo, de paredes de roble y con óleos espléndidos colgados. Luego siguieron a Hegarty hasta un estudio con paneles parecidos y un sofá capitoné de piel color carmesí y un sillón reclinable a juego. Las ventanas de cristales emplomados tenían vistas a una piscina, un césped amplio ribeteado con arbustos otoñales y parterres pelados, y el tejado de la casa del vecino aparecía detrás de la valla de tablones de madera. Justo en el piso de arriba se oía el rugido de un aspirador.
Era una habitación ordenada. Había estanterías cargadas con lo que parecían trofeos de golf y muchas fotografías encima del escritorio. Una era de una mujer guapa de pelo plateado, seguramente la mujer de Hegarty, y otras de dos chicos y dos chicas adolescentes y un bebé. Junto al cartapacio de la mesa descansaba una lupa enorme.
Hegarty les señaló el sofá y se sentó en la punta del sillón.
– Pobre Ronnie. Un asunto horrible, lo que pasó. Qué mala suerte estar allí ese día. -Soltó una risa nerviosa-. Bueno, ¿en qué puedo ayudarles?
Branson se fijó que en las estanterías había una hilera de catálogos de sellos Stanley Gibbons gruesos y pesados y una docena o más de otros catálogos.
– Es por una investigación que estamos llevando a cabo que tiene ciertas conexiones con el señor Wilson -contestó-. Nos han dicho que usted comercia con sellos valiosos. ¿Es correcto, señor?
Hegarty asintió, luego arrugó la cara como quitándole importancia al tema.
– Quizá ya no lo sean tanto. El mercado está muy difícil. Ahora me dedico más a los inmuebles, los valores y las acciones que a los sellos. Pero todavía manejo algunos, me gusta estar al día.
Tenía un tic en el ojo y a Branson le gustó. Richard Harris también, formaba parte de la gran magia que desprendía el actor.
– ¿Diría usted que sus negocios con el señor Wilson fueron importantes?
Hegarty se encogió de hombros.
– Bastante, pero intermitentes a lo largo de los años. No era nada fácil negociar con Ronnie, usted ya me entiende.
– ¿En qué sentido?
– Bueno, ya sabe, la procedencia de algún material era dudosa, hablando en plata. Siempre he procurado proteger mi reputación, usted ya me entiende.
Branson tomó nota.
– ¿Quiere decir que le daba la sensación de que algunos de sus tratos no eran honrados?
– Algunas de las cosas que me ofrecía no las habría comprado ni regaladas. A veces me preguntaba de dónde sacaba los sellos que me traía y si realmente había pagado lo que decía por ellos. -Se encogió de hombros-. Pero conocía bastante bien el negocio y a veces también le vendí buen material. Siempre pagaba en metálico y en el acto. Pero… -Su voz se apagó y sacudió la cabeza con desaprobación-. Para serle sincero, debo decir que no era mi cliente preferido. Yo intento cuidar a la gente con la que hago negocios. Siempre digo lo mismo: puedes comerciar con alguien un millón de veces, pero sólo puedes joderle una vez.
Glenn sonrió, pero no dijo nada más.
Bella intentó que la conversación avanzara.
– Señor Hegarty, ¿alguna vez la señora Wilson, la señora Lorraine Wilson, contactó con usted después de que Ronnie muriera?
Hegarty dudó un segundo, y sus ojos se movieron con cautela de un policía al otro, como si de repente el riesgo de hablar fuera mayor.
– Sí -contestó con decisión.
– ¿Puede contarnos por qué se puso en contacto con usted?
– Bueno, supongo que ahora ya no importa, también murió hace tiempo. Pero me hizo prometer que no diría nada, ¿sabe?
Recordando las instrucciones que le había dado Grace, Branson le explicó la situación al hombre con la máxima discreción.
– Estamos investigando un asesinato, señor Hegarty. Necesitamos tener toda la información que pueda facilitarnos.
Hegarty pareció horrorizado.
– ¿Un asesinato? No tenía ni idea. Vaya por Dios. ¿Quién…? ¿Quién es la víctima?
– Me temo que de momento no puedo revelárselo.
– No, claro, por supuesto -dijo Hegarty. Se había quedado blanco-. A ver, déjenme queme organice.-Se quedó un momento pensando-. La cuestión es que vino a verme, supongo que sería hacia febrero o marzo de 2002, o tal vez abril, puedo consultarlo en mis archivos. Me dijo que su marido había dejado muchísimas deudas al morir y que le habían quitado todo el dinero que tenía y embargado la casa. Me pareció un poco cruel, francamente, perseguir de esa forma a una viuda. -Los miró como buscando apoyo, pero no obtuvo ninguna reacción-. Me dijo que acababa de descubrir que cobraría un dinero del seguro de vida y le asustaba que sus acreedores también se quedaran con él. Al parecer, figuraba como cofirmante en varias garantías personales. Así que quería convertirlo en sellos, porque pensó que serían más fáciles de esconder, y tenía razón. Creo que lo sabía por su marido.
– ¿De cuánto dinero estamos hablando? -preguntó Bella.
– Bueno, la primera partida fue de un millón y medio de libras, más o menos. Y luego recibió la misma cantidad, o un poco más incluso, unos meses después, del fondo de compensación del 11-S, según me explicó.
Branson se alegró de que las cantidades coincidieran con su información. Sugería que Hegarty decía la verdad.
– ¿Y le pidió que lo convirtiera todo en sellos? -le preguntó.
– Suena más fácil de lo que fue -dijo-. Ese tipo de gasto llama la atención, ¿saben? Así que le serví de pantalla para realizar las compras. Repartí el dinero por el mundo de los sellos, dije que estaba comprando para un coleccionista anónimo. No es inusual. De unos años para acá los chinos se han vuelto locos por los sellos de calidad; lo único malo es que algunos comerciantes les cuelan basura. -Levantó un dedo aleccionador-. Incluso algunos de los comerciantes más respetados.
– ¿Podría proporcionarnos una lista de todos los sellos que le vendió a la señora Wilson? -preguntó Bella.
– Empezaría después del partido de tenis. Podría tenerlo esta tarde sobre la hora del té. ¿Les parece bien?
– Perfecto -dijo Branson.
– Y lo que nos sería sumamente útil -añadió Bella- es que pudiera darnos una lista de todas las personas que dispusieran del dinero para comprarlos más adelante, cuando la señora Wilson necesitara dinero en efectivo.
– Puedo darles los nombres de los comerciantes -dijo-. Y de algunos coleccionistas privados como yo. No somos tantos como antes. Me temo que bastantes de mis viejos amigos de este mundo ya han muerto.
– ¿Conoce algún comerciante o coleccionista en Australia? -preguntó Bella.
– ¿En Australia? -Frunció el ceño-. Sí, espere un momento. Por supuesto, había alguien a quien Ronnie conocía de Brighton que emigró allí, hará algunos años, a mediados de los noventa. Se llamaba Skeggs, Chad Skeggs. Siempre ha comerciado a lo grande. Dirige un servicio de venta por correo desde Melbourne. Me manda un catálogo de vez en cuando.
– ¿Alguna vez le ha comprado algo? -preguntó Glenn.
Hegarty negó con la cabeza.
– No, no es de fiar. Una vez me timó. Le compré unos sellos australianos anteriores a 1913, creo recordar, pero no estaban ni mucho menos en el estado que me dijo por teléfono. Cuando me quejé, me dijo que lo demandara. -Hegarty levantó las manos, desesperado-. No merecía la pena por lo que había pagado y él lo sabía. Unas dos mil libras, las costas legales habrían ascendido a más. Me asombra que el tipo siga en el negocio.
– ¿Se le ocurre alguien más en Australia? -preguntó Bella.
– Les diré qué voy a hacer, les daré una lista completa esta tarde. ¿Quieren volver sobre las cuatro?
– Estupendo, gracias, señor -dijo Branson.
Mientras se levantaban, Hegarty se inclinó hacia delante para hablarles con complicidad, como para que sólo le escucharan ellos.
– Supongo que no podrán ayudarme -dijo-. Hará un par de días me pilló uno de sus radares, en Old Shoreham Road. No podrían hablar con alguien, ¿verdad?
Branson lo miró, estupefacto.
– Me temo que no, señor.
– Ah, bueno, no se preocupe. Era por preguntar, nada más.
Les ofreció una sonrisa arrepentida.