Septiembre de 2007
«Oh, sí, qué maravilloso sería no estar aquí un lunes por la mañana», pensó el sargento jefe George Fletcher. Ya era suficientemente malo tener una resaca atroz un lunes por la mañana. Pero estar aquí, en el Departamento de Patología Forense del Instituto de Medicina Forense de Victoria, la agravaba sobremanera. Y odiaba toda esa gilipollez de la jerga moderna. Era el depósito de cadáveres, por el amor de Dios, el lugar donde los cadáveres morían todavía más. Era el último sitio antes del cementerio donde tu nombre aparecería escrito en el registro de entrada.
Y en estos momentos estaba agrediéndole un sonido chirriante, quejumbroso, que sacudía todos los átomos de su cuerpo en la sala abarrotada, observando cómo el cuerpo de la «mujer sin identificar» pasaba despacio por el arco en forma de donut del escáner.
Nadie la había tocado desde que la sacaron ayer del maletero del coche, cuando la habían metido en una bolsa y traído aquí, donde había pasado la noche en una nevera. El olor era desagradable, un hedor empalagoso a desagüe y una peste penetrante y agria que le recordó a las plantas acuáticas. No sólo tenía que luchar contra el ruido machacón en su cerebro, sino contra las arcadas que notaba en el estómago. La piel de la mujer tenía un aspecto jabonoso e hinchado, con grandes zonas de vetas negras. Su pelo, que seguramente había sido rubio y que seguía siendo claro, estaba apelmazado y tenía insectos, trozos de papel y lo que parecía un pedazo de fieltro. Resultaba difícil distinguir los rasgos de su cara, puesto que las partes que no estaban descompuestas estaban mordisqueadas. El patólogo calculó que tendría unos treinta y cinco años aproximadamente.
George llevaba una bata verde encima de la camisa blanca, la corbata y los pantalones del traje y botas de goma blancas, como su compañero, el sargento Troy Burg, que estaba a su lado. Delgado, de pelo áspero y actitud irritable, Barry Manx, el técnico forense jefe, manejaba la máquina, y el patólogo recorría con la mirada el cuerpo de la mujer arriba y abajo, leyéndolo como si fueran las páginas de un libro.
Era un proceso rutinario escanear todos los cuerpos que entraban aquí para practicarles la autopsia. Principalmente se buscaban señales de enfermedades infecciosas, antes de abrirlos.
A la «mujer sin identificar» le faltaba carne en varios lugares. Sus labios habían desaparecido parcialmente, igual que una oreja, y se veían los huesos de los dedos de la mano izquierda. Aunque había estado encerrada en el maletero de un coche, gran cantidad de flora y fauna acuática había logrado entrar en él y se había dado un buen festín con sus restos.
George se había dado un buen festín ayer con su mujer, Janet, con la cena que había preparado él. Unos meses atrás se había apuntado a un curso de cocina en un centro de formación profesional de Geelong. Anoche había preparado langostas zapatilla fritas seguidas de entrecot de ternera marinado con ajo y, para terminar, panacota de kiwi. Y acompañado con…
Gruñó, en silencio, al recordarlo.
Demasiado zinfandel de Margaret River.
Y ahora todo volvía para fastidiarle.
Le iría bien un poco de agua y un café solo bien fuerte, pensó mientras seguía a Burg por un pasillo brillante, inmaculado y sin ventanas.
La sala de autopsias no era su lugar preferido en ningún momento de ningún día y menos con resaca. Era un sitio grande y tenebroso que parecía un cruce entre un quirófano y una fábrica. El techo era de aluminio con conductos de aire enormes y luces empotradas, mientras que un bosque de cables salía de las paredes con focos y tomas de corriente que podían dirigirse hacia cualquier parte del cuerpo que estuviera inspeccionándose. El suelo era azul oscuro, como si se intentara dar un poco de alegría al lugar, y en cada lado había superficies de trabajo, carritos con instrumentos quirúrgicos, cubos de basura rojos con bolsas amarillas y mangueras.
Aquí se procesaban cinco mil cadáveres al año.
Se metió dos cápsulas de paracetamol en la boca y se las tragó con dificultad con su propia saliva. Un fotógrafo forense estaba sacando fotos del cadáver y un policía retirado que George conocía desde hacía años, y que ahora era el agente del forense asignado a este caso, estaba en el otro extremo de la sala, junto a una mesa, hojeando el breve dossier que se había elaborado y que incluía fotografías tomadas ayer en el río.
El patólogo trabajaba deprisa, deteniéndose cada pocos minutos para dictar a su grabadora. A medida que transcurría la mañana, George, cuya presencia aquí, junto con la de Troy, era casi innecesaria, pasó la mayor parte del tiempo en un rincón tranquilo de la sala, trabajando a través del móvil, reuniendo a su equipo de investigación y asignando tareas a cada uno de sus hombres. También aprovechó para preparar la primera rueda de prensa, que estaba retrasando al máximo con la esperanza de obtener alguna información positiva del patólogo que pudiera divulgar.
Sus dos prioridades en estos momentos eran la identidad de la mujer y la causa de su muerte. Normalmente, la broma de mal gusto que hizo Troy sobre que quizás había intentado reproducir uno de los trucos de Harry Houdini o David Blaine le habría arrancado una sonrisa, pero hoy no.
El patólogo señaló a George que el hueso hioides estaba roto, lo que era una señal de estrangulamiento. Pero los ojos estaban tan deteriorados que no podían aportar las pruebas que habrían obtenido de la hemorragia petequial, y los pulmones estaban demasiado descompuestos para proporcionar alguna pista sobre si ya estaba muerta cuando el coche cayó al río.
La piel de la mujer no estaba en buen estado. La inmersión prolongada en el agua provocaba que se degradaran no sólo todos los tejidos blandos y el pelo, sino, lo que era más importante, el ADN nuclear -monocelular- que podía obtenerse de ellos. Si la degradación era severa tendrían que confiar en el ADN de los huesos de la mujer, que proporcionaba un resultado mucho menos seguro.
Cuando no hablaba por teléfono, George se apoyaba en la pared sin hacer ruido, deseando con todas sus fuerzas sentarse y cerrar los ojos unos minutos. Empezaba a pesarle la edad. El mantenimiento de la ley y el orden era un juego de jóvenes, había pensado en más de una ocasión últimamente. Aún le quedaban tres años para recoger la pensión y, aunque todavía disfrutaba de su trabajo, la mayor parte del tiempo deseaba no tener que dejar el móvil encendido día y noche y preocuparse por si lo mandaban a un hallazgo macabro en pleno descanso dominical.
– ¡George!
Troy le estaba llamando.
Se acercó a la mesa sobre la que descansaba la mujer. El patólogo sostenía algo con los fórceps. Parecía una medusa porosa, traslúcida y sin tentáculos.
– Implantes mamarios -dijo el patólogo-. Se había operado las tetas.
– ¿Una reconstrucción por cáncer de mama? -preguntó George. Una amiga de Janet había sufrido una mastectomía recientemente y conocía un poco el tema.
– No, sólo unas tetas más grandes -contestó el patólogo-. Lo cual es una buena noticia para nosotros. -George frunció el ceño-. Todos los implantes mamarios de silicona llevan inscrita la identificación del fabricante -explicó-. Y cada uno de ellos tiene un número de serie que se guarda en el registro del hospital junto al nombre de la receptora. -Acercó un poco más el implante a George, hasta que éste pudo ver una fila minúscula de números grabados-. Esto nos llevará al fabricante. Averiguar la identidad de la mujer debería ser coser y cantar.
George retomó sus llamadas. Hizo una rápida a Janet para decirle que la quería. La había llamado siempre, al menos una vez al día, desde el trabajo, desde casi su primera cita. Y lo decía en serio. La seguía queriendo igual después de todos aquellos años. Estaba de mejor humor gracias al descubrimiento del patólogo. El paracetamol comenzaba a hacerle efecto. Incluso empezaba a pensar en el almuerzo.
Entonces, de repente, el patólogo lo llamó:
– George, ¡esto podría ser importante!
Corrió hacia la mesa.
– Las paredes del útero son gruesas -dijo el patólogo-.
Con un cuerpo que lleva sumergido tanto tiempo, el útero es una de las partes que se degrada más lentamente. ¡Y acabamos de tener mucha suerte!
– ¿Sí? -dijo George.
El patólogo asintió con la cabeza.
– ¡Ahora sí podremos obtener el ADN! -Señaló la tabla de disección que descansaba, en sus patas de acero, sobre los restos de la mujer muerta.
Encima había un revoltijo de fluidos corporales. En el medio había un órgano interno color crema, como una salchicha en forma de U que había sido abierto. George no supo identificarlo. Pero fue el objeto que estaba en el centro lo que llamó su atención al instante. Por un momento pensó que era una gamba no digerida en el intestino de la mujer. Pero luego, al examinarlo con más detenimiento, se dio cuenta de lo que era.
Y perdió el apetito.