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Octubre de 2007


Abby estaba sentada en silencio en el asiento trasero del taxi bajo una lluvia torrencial, mirando la pantalla de su teléfono móvil.

Llevaba el sobre envuelto con el plástico de burbujas metido entre el jersey y la camiseta de debajo. Se había abrochado bien fuerte un cinturón alrededor de la cintura para impedir que el paquete cayera y evitar que alguien lo viera. Y notaba el bulto tranquilizador del spray Mace en el bolsillo delantero de sus vaqueros.

El taxista giró a la derecha en el paseo marítimo de Hove junto a la estatua de la reina Victoria y subió por el Drive, una calle ancha flanqueada a ambos lados por bloques de pisos caros. Sin embargo, ella no veía nada por las ventanillas del vehículo. En realidad, apenas veía nada de nada. Sólo tenía una imagen delante de sus ojos doloridos; una imagen grabada a fuego en su mente.

La fotografía en su móvil de la cabeza de su madre asomando por la alfombra enrollada. Y las palabras debajo: «Cómoda y enrolladita en la alfombrita».

La invadía un torbellino de emociones. Oscilaba entre la furia ciega hacia Ricky y el miedo más atroz por la vida de su madre.

Y el sentimiento de culpa por haberlo provocado.

Estaba tan cansada que le costaba trabajo pensar con claridad. Había pasado la noche en vela, nerviosa, escuchando el tráfico interminable en el paseo marítimo, a un tiro de piedra de la ventana de su hotel. Sirenas, camiones, autobuses, la alarma de un coche que no dejaba de saltar, los chillidos de las gaviotas a primera hora de la mañana. Había visto caer lentamente cada hora. Cada media hora. Cada cuarto de hora.

Esperando a que Ricky llamara, o al menos que mandara un mensaje para decir algo más, pero no había recibido nada. Le conocía. Sabía que esta clase de juego psicológico era típico de él. Le gustaba hacer esperar. Recordaba la segunda vez que había ido a su apartamento. Era su segunda cita secreta, o eso creyó él, y Abby fue tan estúpida -o tan inocente- como para acceder a practicar una sesión de bondage. El cabrón la ató desnuda, en una habitación fría, la llevó casi al orgasmo con un vibrador, luego le dio un bofetón y la dejó en el cuarto seis horas, amordazada. Luego regresó y la violó.

Después le dijo que era lo que ella había querido.

Y aquel día Abby fracasó estrepitosamente porque no logró sacarle lo que ella -o, mejor dicho, Dave- quería. Para eso hizo falta mucho más tiempo.

En esos momentos lo que le preocupaba era no conocer los límites de Ricky; sospechaba que no tenía. Le creía muy capaz de matar a su madre para recuperarlo todo. Y de matarla a ella también.

Y disfrutar con ello, seguramente.

Intentaba imaginar la angustia que estaría sufriendo su madre en estos momentos cuando se percató, sobresaltada, de que había llegado a la imponente casa de Hegarty.

Pagó al taxista, miró con cautela por el parabrisas trasero del coche y luego por el delantero. Vio un camión de British Telecom a poca distancia que parecía estar llevando a cabo algún tipo de reparación y, un poco más adelante, un coche pequeño azul aparcado parcialmente sobre la acera. Pero no había rastro del Ford Focus de Ricky ni de él.

Volvió a comprobar el número de la casa, deseando haber traído su paraguas pequeño. Luego, con la cabeza agachada para protegerse de la lluvia, cruzó corriendo la verja abierta, pasó por delante de los coches aparcados y se resguardó en el porche oscuro. Se quedó un momento allí, se sacó el paquete de su cintura, se arregló la ropa y luego llamó al timbre.

Al cabo de un par de minutos estaba en el estudio de Hegarty, sentada en un sofá grande color carmesí. El comerciante, vestido con una camisa de cuadros ancha, pantalones de pana de pata de elefante y zapatillas de cuero, se sentó a su escritorio y empezó a examinar cada sello con una lupa enorme de carey.

Siempre le emocionaba ver los sellos, porque había algo místico en ellos. Eran minúsculos, antiguos, delicados, y, sin embargo, su valor era incalculable. La mayoría eran negros o azules o de un color rojo ladrillo, con la imagen de la reina Victoria, pero los había en otros colores o con las efigies de otros soberanos.

La esposa de Hegarty, una mujer guapa de unos sesenta años que vestía con elegancia y lucía un peinado distinguido, llevó a Abby una taza de té y un plato de galletas digestivas y volvió a salir.

Había algo en la conducta del hombre que la incomodaba. Dave le había dicho que los trajera aquí, que Hugo Hegarty era el comerciante que le ofrecería el mejor precio y le haría pocas preguntas, así que debía confiar en sus palabras. Pero le despertaba unas malas vibraciones que no podía acabar de concretar.

Necesitaba venderlos urgentemente. Cuanto antes ingresara el dinero, mejor sería su posición para negociar con Ricky. Mientras los tuviera en su poder, él tendría algo contra ella. Si se cabreaba de verdad, podía acudir a la policía. En ese caso acabarían todos perdiendo, pero Abby creía que era lo bastante rencoroso para hacerlo antes que dejarse joder.

Sin los sellos, sin embargo, Ricky no tendría nada con lo que apoyar su historia. Y mientras tanto, ella tendría el dinero a buen recaudo, oculto tras una barrera de fideicomisarios en un banco de Panamá, un paraíso fiscal que no colaboraba con las autoridades.

En cualquier caso, la posesión era una novena parte de la condena.

Esperar había sido un error. Tendría que haberlos vendido en cuanto llegó a Inglaterra, o a Nueva York. Pero Dave había querido esperar a estar seguros de que Ricky no tenía ni idea de dónde se encontraba ella. Ahora esta estrategia había fracasado estrepitosamente.

De repente, el teléfono de Hegarty sonó.

– ¿Diga? -contestó el hombre. Entonces su voz se tensó de repente y pareció un poco incómoda. Lanzó una mirada a Abby y dijo-: Espere un segundo, ¿de acuerdo? Hablaré desde otra habitación.



Glenn Branson estaba sentado a su mesa, el auricular pegado a la oreja, esperando a que Hugo Hegarty volviera a ponerse al teléfono.

– Discúlpeme, sargento -dijo Hegarty después de un par de minutos-. La señorita estaba en mi despacho. Imagino que llamará por ella.

– Podría ser, sí. Resulta que acabo de comprobar el registro de incidentes de esta mañana (el programa donde se anota todo) y he encontrado algo que tal vez sea importante. Naturalmente, podría no ser nada de nada. Ayer nos dio un nombre, señor. Un tal Chad Skeggs.

Preguntándose qué le diría el sargento, Hegarty respondió con un vacilante «Sí».

– Bueno, pues acabamos de saber que un vehículo alquilado por alguien que responde a ese nombre, un australiano de Melbourne, ha sido visto delante del piso donde vive Katherine Jennings.

– ¿En serio? Qué interesante. ¡Es muy interesante, sí!

– ¿Cree que podría haber alguna relación, señor?

– Yo diría que sí, sargento, seguro, del mismo modo que relacionaría un pescado podrido con el mal olor.

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