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Octubre de 2007


La luz del día empezaba a apagarse cuando, sumido en sus pensamientos, Roy Grace giró el Hyundai gris camuflado de la policía en Trafalgar Street. La calle tal vez llevara con orgullo el nombre de una gran victoria naval, pero esta parte era cutre y estaba flanqueada de tiendas y edificios mugrientos y dejados de la mano de Dios y, durante casi todo el día y la noche, de traficantes de drogas. Menos mal que esta tarde el tiempo espantoso los mantenía a todos en casa, menos a los más desesperados. Glenn Branson, vestido elegantemente con un traje marrón de raya diplomática y una corbata de seda inmaculada, estaba sentado a su lado en silencio, taciturno.

A diferencia de lo que era habitual en un coche de policía, el Hyundai casi nuevo todavía no apestaba a caja de comida del McDonald's y a gomina usada, sino que aún olía a coche nuevo. Grace giró a la derecha y avanzó junto a la valla de publicidad de una empresa de construcción. Detrás, una gran zona venida a menos del centro de Brighton estaba inmersa en plena operación de maquillaje: dos viejos almacenes ferroviarios abandonados se transformarían en otra urbanización chic más de la ciudad.

El elegante proyecto del arquitecto ocupaba gran parte de la valla: Urbanización Nueva Inglaterra. Casas y oficinas para un estilo de vida ambicioso, y era igual que todas las urbanizaciones modernas de todos los pueblos y ciudades por las que pasaba, pensó Grace. Todo cristal y vigas de acero vistas, patios salpicados con pequeños arbustos y árboles podados y ni un atracador a la vista. Un día toda Inglaterra sería idéntica y la gente no sabría en qué ciudad o pueblo se encontraba.

«Pero ¿acaso importa en realidad? -se preguntó de repente-. ¿Ya me he convertido en un viejo pesado de treinta y nueve años? ¿Realmente quiero que la ciudad que tanto amo quede detenida en el tiempo, con todas sus imperfecciones?»

En este momento, sin embargo, tenía algo más importante en la cabeza que las políticas del Departamento de Urbanismo de Brighton y Hove. Más importante también que los restos humanos que iban a observar. Algo que le deprimía mucho.

Cassian Pewe.

El lunes, tras una larga convalecencia de un accidente de coche y varios comienzos en falso, Cassian Pewe por fin empezaría a trabajar en la central del Departamento de Investigación Criminal, en el mismo puesto que Grace. Y con una gran ventaja: el comisario Cassian Pewe era el niño mimado de la subdirectora Alison Vosper, mientras que él era poco menos que su bestia negra.

A pesar de obtener lo que él consideraba unos éxitos rotundos en los últimos meses, Roy Grace sabía que sólo hacía falta una pequeña metedura de pata para que lo trasladaran del cuerpo de policía de Sussex a quién sabe dónde. Y él no quería que lo alejaran de Brighton y Hove por nada del mundo. O, aún más importante, de su querida Cleo.

En su opinión, Cassian Pewe era uno de esos hombres arrogantes que eran increíblemente guapos y, a la vez, plenamente conscientes de ello. Tenía el pelo dorado, ojos azules angelicales, un bronceado permanente y una voz tan invasiva como la fresa de un dentista. El hombre se acicalaba y pavoneaba, rezumando un aire de autoridad natural, actuando siempre como si estuviera al mando, incluso cuando no lo estaba.

Roy había tenido un desencuentro con él justo por eso cuando un par de años atrás la policía de Londres, la Met, envió refuerzos para ayudar a la policía de Brighton durante el congreso del Partido Laborista. Con su arrogancia de idiota total, Pewe, que entonces era inspector, detuvo a dos informadores que Roy se había ido ganando cuidadosamente a lo largo de muchos años y después se negó en rotundo a retirar los cargos. Y para enfado de Roy, cuando éste denunció el caso a sus superiores Alison Vosper se puso del lado de Pewe.

Grace no sabía qué demonios le veía a aquel hombre, a menos, como sospechaba secretamente a veces, que tuvieran un lío, por muy improbable que pudiera ser eso. Las prisas de la subdirectora por reclutar a Pewe de la Met y ascenderlo, repartiendo las obligaciones de Grace cuando en realidad era muy capaz de gestionarlo todo él solo, olía a plan oculto.

Normalmente Glenn Branson era un hablador insufrible, pero hoy no había dicho ni una palabra desde que habían salido de la central del Departamento de Investigación Criminal en Sussex House. Quizá sí estuviera cabreado por haberle separado de una noche de viernes en familia. Tal vez se debiera a que Roy no le había propuesto conducir. Entonces, de repente, el sargento rompió su silencio.

– ¿Has visto En el calor de la noche? -le preguntó.

– Creo que no -contestó Grace-. No. ¿Por qué?

– Va de un poli racista en el sur de Estados Unidos.

– ¿Y?

Branson se encogió de hombros.

– ¿Estoy siendo racista?

– Podrías haberle fastidiado a otro el fin de semana. ¿Por qué a mí?

– Porque mi objetivo siempre son los hombres negros.

– Es lo que cree Ari.

– No hablarás en serio.

Un par de meses atrás, Roy había acogido a Glenn cuando su mujer lo había echado de casa. Tras unos días viviendo pegados el uno al otro, estuvieron a punto de asistir al final de una hermosa amistad. Ahora Glenn había vuelto con su mujer.

– Hablo en serio.

– Creo que Ari tiene un problema.

– La secuencia inicial del puente es famosa. Es uno de los travellings más largos de la historia del cine -dijo Glenn.

– Genial. La veré algún día. Escucha, amiguito, Ari tiene que ser realista.

Glenn le ofreció un chicle. Grace lo aceptó y masticó, reanimado por el subidón instantáneo de la menta.

– ¿De verdad tenías que arrastrarme hasta aquí esta noche? -preguntó entonces Glenn-. Podrías haber avisado a otro.

Pasaron por una esquina y Grace vio a un hombre andrajoso vestido con un chándal hablando con un chico que llevaba una sudadera con capucha. Su mirada experimentada le dijo que parecían sospechosos: un camello suministrando material.

– Creía que las cosas estaban mejor entre Ari y tú.

– Yo también. Le compré el puto caballo que ella quería, pero ahora resulta que no era el caballo adecuado.

Por fin, a través de los limpiaparabrisas ruidosos, Grace vio varias excavadoras, un coche de policía, cintas azules y blancas de la escena del crimen en la entrada de un solar en construcción y un agente empapadísimo con cara de pocos amigos que llevaba una chaqueta reflectante amarilla y sostenía una tablilla sujetapapeles envuelta en una bolsa de plástico. La imagen satisfizo a Grace: al menos los policías uniformados de hoy le habían cogido el tranquillo a lo que había que hacer para preservar la escena de un crimen.

Se acercó a la acera, aparcó justo delante de un coche patrulla y se volvió hacia Glenn.

– Las juntas de ascenso a inspector están al caer, ¿no?

– Sí. -El sargento se encogió de hombros.

– Una investigación así podría ser perfecta para tener un tema del que hablar largo y tendido durante tu entrevista. Tienes que pensar en el factor interés.

– Eso cuéntaselo a Ari.

Grace pasó el brazo por el hombro de su amigo. Quería a este tipo, uno de los investigadores más brillantes que había conocido. Glenn poseía todas las cualidades para llegar lejos en el cuerpo, pero tendría que pagar un precio. Y eso era algo que muchos policías no podían aceptar. El horario demencial también destruía muchos matrimonios. Quienes mejor sobrevivían, principalmente, eran los que estaban casados con otro agente, o con una enfermera o alguien que ejerciera una profesión en que fuera habitual tener un horario antisocial.

– Te he elegido hoy porque eres el mejor hombre que podría tener a mi lado. Pero no voy a obligarte. Puedes venir conmigo o irte a casa. Tú decides.

– Claro, viejo, si me voy a casa mañana, ¿qué? Vuelvo a ponerme el uniforme y a detener a gays por conducta indecente en Duke's Mound. ¿Verdad que tengo razón?

– Más o menos.

Grace se bajó del coche. Branson lo siguió.

Agachados bajo la lluvia y el viento huracanado, se pusieron los trajes blancos y las botas de agua. Luego, como una pareja de espermatozoides, se dirigieron hacia el agente que custodiaba la escena y firmaron en el registro.

– Necesitarán linternas -dijo el policía.

Grace encendió la suya, luego la apagó. Branson hizo lo mismo. Un segundo agente, que también llevaba una chaqueta amarilla brillante, les guio bajo la luz mortecina. Caminaron en el barro pegajoso y surcado de huellas de neumático profundas y cruzaron el solar extenso.

Pasaron por delante de una grúa alta, una excavadora silenciosa y pilas de material de construcción protegidas debajo de unos plásticos que se agitaban con el viento. El muro Victoriano de ladrillo rojo desmoronado, que revestía los cimientos del aparcamiento de la estación de Brighton, se levantaba abruptamente delante de ellos. Más allá de la oscuridad, podían ver el resplandor naranja de las luces de la ciudad a su alrededor. Una placa suelta de la valla repiqueteaba y, en algún lugar, dos trozos de metal chocaban entre sí.

Grace examinó el terreno. Estaban colocando los cimientos. Excavadoras pesadas habrían estado trabajando en la zona durante meses. Tendrían que buscar las pruebas dentro del desagüe; las que hubiera fuera habrían desaparecido mucho tiempo atrás.

El agente se detuvo y señaló un cauce excavado seis metros por debajo de ellos. Grace contempló lo que parecía una serpiente prehistórica parcialmente enterrada con un agujero irregular en la espalda. El mosaico de ladrillos, tan viejos que casi habían perdido el color, formaban parte de un túnel semisumergido que se elevaba sobre la superficie del barro en algunos puntos: el desagüe de la vieja línea del ferrocarril de Brighton a Kemp Town.

– Nadie sabía que estaba ahí abajo -dijo el agente-. La excavadora lo partió hoy a primera hora.

Roy Grace retrocedió un momento, intentando superar su miedo a las alturas, incluso a esa distancia relativamente pequeña. Entonces, respiró hondo, bajó como pudo la pendiente empinada y resbaladiza y exhaló aliviado cuando llegó abajo sin caerse e intacto. De repente, el cuerpo de la serpiente parecía mucho mayor y más expuesto que desde arriba. La forma redondeada se curvaba delante de él, hasta casi dos metros de altura, calculó. El agujero del centro parecía oscuro como una cueva.

Avanzó hacia él, consciente de que Branson y el agente estaban justo detrás y sabiendo que necesitaba dar ejemplo.

Encendió la linterna mientras entraba en el desagüe y las sombras brincaron con furia delante de él. Agachó la cabeza, frunciendo la nariz por el fuerte olor fétido a humedad. Aquí dentro era más penetrante de lo que parecía desde fuera; era como estar en un túnel antiguo del metro, sin andén.

– El tercer hombre -dijo Glenn Branson de repente-. Esa película sí que la has visto. La tienes en casa.

– ¿La de Orson Welles y Joseph Cotten? -dijo Grace.

– Sí, ¡buena memoria! Las alcantarillas siempre me la recuerdan.

Grace dirigió el potente haz de luz hacia la derecha. Oscuridad, charcos relucientes de agua, ladrillos antiguos. Luego enfocó hacia la izquierda y pegó un bote.

– ¡Mierda! -gritó Glenn Branson, y su voz resonó alrededor.

Aunque Grace ya se lo esperaba, lo que vio, varios cientos de metros más adelante en el túnel, le asustó igualmente: un esqueleto, reclinado contra la pared, enterrado parcialmente en el cieno. Parecía como si sólo estuviera repantigado, esperándole. Largos mechones de pelo seguían pegados en varias zonas del cuero cabelludo, pero aparte de eso, básicamente eran huesos pelados, roídos o putrefactos, con algunos pedazos minúsculos de carne disecada.

Avanzó hacia él por el barro, con cuidado de no resbalar en el mantillo. Dos puntitos rojos aparecieron un instante y se esfumaron; una rata. Dirigió el haz de luz otra vez hacia el cráneo y su rictus idiota le dio escalofríos.

Y también le estremeció algo más.

El pelo. A pesar de que había perdido su lustre hacía tiempo, tenía el mismo largo y el mismo tono dorado que el cabello de su esposa Sandy, desaparecida muchos años atrás.

Intentando apartar aquel pensamiento de su mente, se giró hacia el agente y le preguntó:

– ¿Ya han registrado todo el túnel?

– No, señor, he pensado que debíamos esperar a los del SOCO.

– Bien.

Grace sintió alivio, se alegraba de que el joven hubiera tenido el sentido común de no arriesgarse a contaminar o destruir ninguna prueba que todavía pudiera quedar aquí abajo. Luego se percató de que le temblaba la mano. Volvió a enfocar la luz hacia el cráneo.

Hacia los mechones de pelo.

El día que él cumplió los treinta, hacía poco más de nueve años, Sandy, la mujer a la que adoraba, desapareció de la faz de la tierra. La había estado buscando desde entonces. Preguntándose todos los días, y todas las noches, qué le habría sucedido. ¿La habían secuestrado y encerrado en algún lugar? ¿Se había fugado con un amor secreto? ¿La habían asesinado? ¿Seguía viva o estaba muerta? Incluso había recurrido a médiums, clarividentes y a casi todos los tipos de parapsicólogos que pudo encontrar.

Recientemente había ido a Múnich, donde cabía la posibilidad de que la hubieran visto. No era descabellado, ya que unos parientes suyos por parte de madre vivían cerca de allí. Pero ninguno había tenido noticias de ella, y todas sus pesquisas, como siempre, habían resultado infructuosas. Cada vez que aparecía una mujer muerta sin identificar que encajaba remotamente en la franja de edad de Sandy, se preguntaba si quizás esta vez era ella.

Y el esqueleto que tenía ahora delante de él, en este desagüe enterrado de la ciudad en la que había nacido y crecido, donde se había enamorado, parecía provocarle, como diciéndole: «¡Ya tardabas!».

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