Octubre de 2007
Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que había estado aquí, pensó Abby mientras conducía el coche por la carretera sinuosa que subía entre campos de hierba y vastas áreas de rastrojos. Quizá fuera porque estaba más nerviosa a cada minuto que pasaba, pero los colores del paisaje parecían poseer una intensidad casi sobrenatural. El cielo era un lienzo azul vivo, con sólo algunas nubes minúsculas aquí y allí. Era casi como si llevara puestas las gafas de sol.
Agarraba con fuerza el volante, notaba el viento racheado que golpeaba el coche, intentando sacarlo de su rumbo. Tenía un nudo en la garganta y los alfileres de su estómago ardían aún con más fuerza.
Al principio, el sargento le pidió que llevara un auricular para que pudiera escuchar cualquier instrucción que tuvieran que darle. Sin embargo, cuando le dijo que Ricky había intervenido algunas de sus conversaciones anteriores, Branson decidió que era demasiado arriesgado. Pero ellos sí la escucharían, cada palabra. Lo único que tenía que hacer era pedirles ayuda y ellos actuarían, la tranquilizó.
Abby no recordaba la última vez que había rezado, pero ahora se descubrió de repente musitando una oración, en silencio. «Querido Dios, por favor, que no le pase nada a mamá. Por favor, ayúdame a superar esto. Por favor, querido Dios.»
Había un coche delante de ella, avanzando despacio, un viejo Alfa Romeo granate con dos hombres dentro; el pasajero hablaba por el móvil, imaginó. Lo siguió por una curva pronunciada a la izquierda, dejaron atrás un hotel a la derecha y el estuario del río Seven Sisters abajo. Las luces de freno del Alfa que una furgoneta de reparto cruzara un puente estrecho, luego volvió a acelerar. Ahora la carretera ascendía.
Al cabo de unos minutos, vio una señal más adelante. Las luces de freno del Alfa Romeo volvieron a encenderse, luego el intermitente derecho comenzó a parpadear.
La señal decía Centro pueblo A-259, con una flecha que señalaba en línea recta, y Paseo Marítimo Beachy Head, con una flecha que señalaba a la derecha.
Abby siguió al Alfa Romeo hacia la derecha. Siguió conduciendo a una velocidad exasperantemente lenta y miró el reloj de su coche y el de su muñeca. El primero iba un minuto atrasado, pero sabía que el suyo era preciso, lo había puesto en hora antes: las 10.25 de la mañana. Quedaban sólo cinco minutos. Estuvo tentada de adelantar, le preocupaba llegar tarde.
Entonces sonó su móvil. «Número privado.»
Contestó por el manos libres conectado al encendedor del coche que le había dado la policía para que ellos pudieran escuchar cualquier conversación.
– ¿Sí? -dijo.
– ¿Dónde coño estás? Llegas tarde.
– Llego dentro de unos minutos, Ricky. Todavía no son las diez y media. -Y añadió nerviosa-: ¿No?
– Te lo dije, a las diez y media cae por el puto precipicio.
– Ricky, por favor. Estoy llegando.
– Más te vale, joder.
De repente, vio aliviada que el intermitente izquierdo del Alfa Romeo comenzaba a parpadear y que el coche se detenía en un área de descanso. Ella aumentó la velocidad más de lo que le hubiera gustado.
Dentro del Alfa Romeo, Roy Grace observó mientras el Honda negro aceleraba por la carretera serpenteante. Cassian Pewe, en el asiento del copiloto, dijo a su teléfono seguro:
– El Objetivo Uno acaba de pasar. Está a tres kilómetros de la zona.
La voz del comisario local -el jefe de policía que dirigía la operación- contestó:
– El Objetivo Dos acaba de establecer contacto con ella. Proceded a Posición Cuatro.
– Procediendo a Posición Cuatro -confirmó Pewe. Miró el mapa de carreteras que tenía sobre las rodillas-. De acuerdo -le dijo a Grace-. Arranca en cuanto la pierdas de vista.
Grace puso el coche en marcha. Cuando el Honda desapareció tras una colina, aceleró.
Pewe comprobó que el botón de transmisión estuviera apagado y se volvió hacia su compañero.
– ¿Sabes, Roy? Lo que ha dicho el jefe es verdad. Sólo lo hacía para protegerte.
– ¿De qué? -dijo Grace mordazmente.
– Las insinuaciones son corrosivas. No hay nada peor que la sospecha dentro de un cuerpo policial.
– Menuda gilipollez.
– Si es lo que crees, lo siento. No quiero pelearme por eso.
– ¿Ah, no? No sé qué tramas, sinceramente. Por alguna razón crees que asesiné a mi mujer, ¿no? ¿De verdad crees que la habría enterrado en el jardín de mi casa? Por eso ordenaste que lo exploraran, ¿verdad? ¿Por si encontrabas sus restos?
– Ordené que lo exploraran para demostrar que no estaba allí. Para acabar con las especulaciones.
– Creo que no, Cassian.