11 de septiembre de 2001
Lorraine, que todavía llevaba solamente la parte de abajo del bikini y la pulsera de oro en el tobillo, estaba sentada en un taburete en la cocina, mirando el pequeño televisor montado sobre la encimera, esperando a que hirviera el agua. Delante de ella, en el cenicero, había media docena de colillas. Acababa de encenderse otro cigarrillo y estaba dando una calada honda cuando se acercó el teléfono a la oreja para hablar con Sue Klinger, su mejor amiga.
Sue y su marido, Stephen, vivían en una casa que Lorraine siempre había codiciado, una mansión impresionante en Tongdean Avenue considerada por muchos como una de las residencias más elegantes de Brighton y Hove, con vistas a toda la ciudad que se extendían hasta el mar. Los Klinger también tenían un chalet en Portugal y cuatro hijos preciosos. A diferencia de Ronnie, Stephen era un rey Midas. Ronnie le había prometido a Lorraine que si Sue y Stephen vendían la casa alguna vez, encontraría la forma de reunir el dinero para comprarla. «Sí, seguro. Ni en sueños, cariño.»
Repitieron las imágenes de los dos aviones chocando contra las torres otra vez, y luego una vez más, y otra y otra. Era como si quien produjera o dirigiera el programa tampoco pudiera creer lo que había pasado y tuviera que repetirlas para asegurarse de que era real. O tal vez alguien en estado de shock pensara que si reproducía las imágenes las veces suficientes, al final los aviones errarían el blanco y seguirían volando tranquilamente, y sólo sería un martes por la mañana normal en Manhattan, como si no hubiera ocurrido nada. Lorraine observó la repentina bola de fuego naranja, las densas nubes negras, y cada vez se sentía más y más mareada.
Ahora volvieron a mostrar las torres derrumbándose. Primero la sur, luego la norte.
El agua comenzó a hervir, pero Lorraine no se movió, no quería apartar los ojos de la pantalla por si se le escapaba una imagen de Ronnie. Alfie se restregó contra su pierna, pero ella no le hizo caso. Sue estaba diciéndole algo, pero no la oyó porque miraba el televisor con intensidad, estudiando cada cara.
– ¿Lorraine? ¿Hola? ¿Sigues ahí?
– Sí.
– Ronnie es un superviviente. Estará bien.
El hervidor de agua se apagó con un clic. «Un superviviente.» Su hermana también había utilizado esa palabra.
Un superviviente.
«Mierda, Ronnie, será mejor que sea así.»
Un pitido le dijo que tenía una llamada en espera. Apenas capaz de contenerse, gritó emocionada:
– ¡Sue, podría ser él! ¡Ahora te llamo!
«Oh, Dios mío, Ronnie, por favor, tienes que estar al teléfono. Por favor. ¡Por favor, que seas tú!»
Pero era su hermana.
– Lori, acabo de oír que han cancelado todos los vuelos de Estados Unidos. -Mo era azafata de vuelos transoceánicos de British Airways.
– ¿Qué…? ¿Qué significa eso?
– Que no dejan despegar ni aterrizar ningún vuelo. Yo tenía que volar a Washington mañana. Se ha cancelado todo.
Lorraine sintió una nueva oleada de pánico.
– ¿Hasta cuándo?
– No lo sé… Hasta próximo aviso.
– ¿Significa que Ronnie podría no volver mañana?
– Me temo que sí. Sabré más cosas dentro de un rato, pero han mandado regresar a todos los aviones que están volando hacia Estados Unidos, lo que significa que no aterrizarán donde debían. Será un caos.
– Genial -dijo Lorraine desanimada-. Es genial, joder. ¿Cuándo crees que podría volver?
– No lo sé… Te lo diré en cuanto sepa algo.
Lorraine oyó que un niño gritaba y que Mo decía:
– Un minuto, tesoro. Mamá está hablando por teléfono.
Lorraine apagó el cigarrillo. Entonces se bajó del taburete de un salto y, mirando todavía el televisor, sacó una bolsita de té y una taza y vertió el agua. Aún sin apartar la vista de la pantalla, retrocedió unos pasos, se dio un golpe en la cadera con la esquina de la mesa de la cocina y se hizo daño.
– ¡Mierda! ¡Joder!
Bajó la mirada un momento. Vio la marca roja nueva entre los moratones irregulares, algunos negros y recientes, otros amarillos y casi invisibles. Ronnie era listo, siempre le pegaba en el cuerpo, nunca en la cara. Siempre le hacía morados que ella podía ocultar fácilmente.
Siempre se echaba a llorar y le suplicaba que lo perdonara después de uno de sus ataques de furia, cada vez más frecuentes, provocados por el alcohol.
Y ella siempre lo perdonaba.
Lo perdonaba por lo inepta que se sentía ella. Sabía cuánto quería lo único que Lorraine no había sido capaz de darle, de momento: el niño que tanto deseaba.
Y porque le aterraba perderle.
Y porque le quería.