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Octubre de 2007


Abby estaba riéndose. Su padre se reía también.

– Bobita, lo has hecho a propósito, ¿verdad?

– ¡Que no, papá!

Los dos retrocedieron para contemplar la pared del baño parcialmente alicatada. Azulejos blancos con una moldura azul marino y unos cuantos azulejos azul marino esparcidos aquí y allí para decorar, uno de los cuales ella había colocado al revés de forma que la parte gris y basta quedaba visible y parecía un cuadrado de cemento.

– Se supone que tienes que ayudarme, jovencita, ¡no retrasarme! -la reprendió su padre.

Ella soltó una risita.

– No lo he hecho a propósito, papi, en serio.

A modo de respuesta, él le dio unos golpecitos en la frente con la paleta y le dejó una montañita de lechada.

– ¡Eh! -gritó ella-. ¡No soy una pared del baño, no puedes alicatarme!

– Oh, sí. Sí que puedo.

El rostro de su padre se oscureció y la sonrisa se esfumó. De repente, ya no era él. Era Ricky.

Tenía un taladro en la mano. Sonriendo, apretó el interruptor de gatillo. El taladro gimió.

– ¿Primero la rodilla derecha o la izquierda, Abby?

Temblaba. Su cuerpo seguía rígido por las ataduras, tenía el estómago revuelto, se encogía hacia atrás, gritaba en silencio.

Veía el taladro dando vueltas. Rizándose hacia su rodilla a unos centímetros de ella. Estaba gritando. Se le hincharon las mejillas, pero no emitía ningún sonido. Sólo un quejido infinito, atrapado.

Atrapado en su garganta y su boca.

Ricky se inclinó hacia delante con el taladro.

Y mientras Abby volvía a gritar, la luz cambió de repente. Respiró el olor intenso y seco de la lechada fresca, vio los azulejos color crema de la pared. Estaba hiperventilando. No había rastro de Ricky. Vio la bolsa de plástico donde él la había dejado, intacta, justo detrás de la puerta. Se notaba la piel resbaladiza por el sudor. Oyó el zumbido continuo del extractor de aire, sintió la corriente fría que emitía el aparato. Tenía la boca pegada por dentro; estaba muerta de sed, terriblemente muerta de sed. Sólo una gota, un vasito, por favor.

Volvió a mirar los azulejos.

Dios mío, qué irónico era estar encerrada aquí dentro, mirando estos azulejos, tan cerca. ¡Tan cerca, maldita sea! Su mente no paraba de dar vueltas. Tenía que contactar con Ricky como fuera. Tenía que conseguir que le quitara la cinta de la cara. Y si cuando regresara se mostraba racional, sabía exactamente lo que tendría que hacer.

Pero Ricky no era racional.

Y al pensar en ello se le helaron todas las células del cuerpo.

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