12 de septiembre de 2001
Con la mente bien despierta y alerta a pesar de tener los ojos cansados, Ronnie salió por la puerta de la pensión poco después de las siete y media de la mañana. Notó el olor de inmediato. El cielo estaba azul, metálico, neblinoso, y el aire de la mañana debería oler a frescor y rocío. Pero su olfato percibió un hedor acre y áspero.
Al principio creyó que salía de los cubos de basura, pero no desapareció mientras bajaba los escalones y caminaba por la calle. Eran unas notas de algo húmedo y quemado, algo químico, agrio y empalagoso. También le dolían los ojos, como si hubiera trocitos minúsculos de papel de lija en la bruma.
En la calle principal había una ambiente extraño. Era miércoles por la mañana, día laborable, pero apenas circulaban coches. La gente caminaba despacio, ojerosa y demacrada, como si no hubiera dormido bien. Toda la ciudad parecía sumida en un estado de shock profundo. Los acontecimientos abrumadores de ayer ya habían penetrado en la psique de todo el mundo y esta mañana habían traído una realidad nueva y oscura.
Encontró una cafetería que exhibía, entre todos los carteles en ruso de la ventana, las palabras Desayunos todo el día escritas en letras rojas sobre plástico iluminado. Dentro vio un puñado de personas, incluidos dos policías, que comían en silencio y miraban las noticias en la televisión montada arriba en la pared.
Se sentó en un reservado hacia el fondo. Mientras miraba el menú en ruso sin comprender nada, antes de darse cuenta de que había una versión en inglés detrás, una camarera sin vitalidad le sirvió café y un vaso de agua helada. Pidió un zumo de naranja natural y tortitas con bacon y luego se puso a mirar la televisión mientras esperaba a que le trajeran el desayuno. Resultaba difícil creer que sólo hubieran pasado veinticuatro horas desde el desayuno de ayer. Parecían veinticuatro años.
Después de salir de la cafetería, recorrió la corta distancia hasta La ciudad del buzón. El mismo joven estaba sentado delante de uno de los ordenadores conectados a Internet, pulsando teclas, y en otro terminal una joven morena y delgada de veintipocos años, que parecía al borde de las lágrimas, miraba una página web. Un hombre calvo vestido con un mono que parecía nervioso y tenía tembleque sacaba cosas de una bolsa de viaje y las introducía en una caja de seguridad, mirando con disimulo detrás de él cada pocos momentos. Ronnie se preguntó qué llevaría en esa bolsa, pero se guardó bien de mirar.
Ahora él formaba parte del mundo de los vagabundos, los desposeídos, los pobres y los fugitivos. Su mundo pivotaba alrededor de lugares como La Ciudad del buzón, donde podían guardar o esconder sus raquíticos tesoros y recoger el correo. La gente no venía aquí a hacer amigos, sino a permanecer en el anonimato. Y eso era exactamente lo que él necesitaba.
Miró su reloj. Eran las ocho y media. Faltaba media hora más o menos para que las personas con las que quería hablar llegaran a sus despachos, suponiendo que hoy fueran a trabajar. Pagó una hora de Internet y se sentó delante de un ordenador.
A las nueve y media Ronnie entró en una de las cabinas telefónicas de la pared del fondo, metió una moneda de un cuarto de dólar y marcó el primero de los números de la lista que acababa de configurar gracias a la búsqueda en Internet. Mientras esperaba, miró las perforaciones en el revestimiento insonorizador de la cabina. Le recordó al teléfono de una cárcel.
La voz que escuchó al otro lado lo sacó de su ensoñación:
– Abe Miller Asociados, Abe Miller al habla.
El hombre no fue descortés, pero Ronnie no percibió ningún interés ni ansias por llegar a un trato. Era como si Abe Miller imaginara que el mundo podía acabar cualquier día de estos, así que, ¿qué significaba ganar unos pavos? De hecho, ¿qué sentido tenía todo? Eso le transmitió la voz de Abe Miller.
– Un Eduardo, de una libra, sin montar, nuevo -dijo Ronnie después de presentarse-. La goma está perfecta, sin charnela.
– De acuerdo, ¿qué pides?
– Tengo cuatro. Quiero cuatro mil por cada uno.
– Vaya, es algo excesivo.
– No para el estado en el que están. En el catálogo valen más del doble.
– La cuestión es que no sé cómo afectará al mercado todo esto que está pasando. Las acciones están por los suelos… Ya me entiende.
– Sí, bueno, esto es mejor que las acciones. Menos volátil.
– No estoy seguro de querer comprar nada ahora mismo. Supongo que preferiría esperar unos días, ver por dónde van los tiros. Si están en tan buen estado como dice, ahora podría darle dos. Más no. Dos.
– ¿Dos mil pavos cada uno?
– No puedo darle más, ahora no. Si quiere esperar una semana a ver qué pasa, tal vez pueda mejorar un poco mi oferta. O tal vez no.
Ronnie comprendía la reticencia del hombre. Sabía que seguramente había escogido la peor mañana desde el día después del Crack de 1929 para intentar hacer negocios en cualquier parte del mundo, y peor aún en Nueva York, pero no tenía elección. No podía permitirse el lujo de esperar. Le parecía que aquélla era la historia de su vida: comprar cuando el mercado estaba alto, vender cuando estaba bajo. ¿Por qué el mundo le jodía siempre?
– Volveré a llamarle-dijo Ronnie.
– Claro, ningún problema. ¿Cómo ha dicho que se llamaba?
El cerebro de Ronnie pensó a toda velocidad.
– Nelson -dijo.
El hombre se animó un poco.
– ¿Tiene algo que ver con Mike Nelson? ¿De Birmingham? Es usted inglés, ¿verdad?
– ¿Mike Nelson? -Ronnie maldijo en silencio. No era bueno que hubiera otra persona en este negocio con un nombre similar. La gente se acordaría, y en estos momentos lo que necesitaba era que la gente le olvidara-. No -contestó-. Nada que ver.
Dio las gracias a Abe Miller y colgó. Luego, pensando en el nombre, decidió que tal vez estuviera bien conservarlo. Si había otro comerciante con un nombre similar, la gente quizá creyera que estaban relacionados y le tratara con más respeto desde el principio. Este negocio dependía muchísimo de la reputación.
Lo intentó con seis compradores más. Ninguno de ellos estuvo dispuesto a mejorar la primera oferta que había recibido y dos le dijeron que en estos momentos no iban a comprar nada. A Ronnie le entró el pánico. Se preguntó si el mercado bajaría aún más y si lo más inteligente sería aceptar la oferta que tenía de Abe Miller mientras todavía estuviera sobre la mesa. En caso de que, veinticinco minutos después en este mundo nuevo e incierto, todavía estuviera sobre la mesa.
Ocho mil dólares. Valían veinte, como mínimo. Tenía algunos más, incluidas dos planchas 11 de Penny Blacks nuevos, sin montar, con goma detrás. En un mercado normal, esperaría sacar veinticinco mil dólares por plancha, pero sabía Dios cuánto valían ahora. Ni siquiera tenía sentido intentar venderlos. Ahora eran lo único que tenía en el mundo. Iban a tener que alcanzarle durante mucho tiempo.
Muchísimo tiempo, seguramente.