12

Octubre de 2007


Los espasmos empeoraban por segundos, se volvían más y más dolorosos y llegaban a intervalos cada vez más frecuentes. Ahora cada pocos minutos. Quizá fuera una sensación parecida a dar a luz.

Su reloj marcaba las 3.08 de la madrugada. Abby llevaba casi nueve horas en el ascensor. Tal vez estaría aquí encerrada hasta el lunes, si el aparato no se soltaba y se precipitaba al suelo.

«De puta madre, joder. ¿Qué tal el fin de semana? Yo lo he pasado en un ascensor. Estuvo guay. Tenía un espejo y un panel de botones y un techo de cristal sucio con bombillas y un rayón en la pared que parecía como si alguien hubiera comenzado a grabar una esvástica pero luego hubiera cambiado de opinión. Y un cartel de algún capullo que no sabía escribir y que evidentemente tampoco sabía mantener el puto aparato en buen funcionamiento.»

En caso de averia

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Estaba temblando de rabia y tenía la garganta seca, dolorida de tanto gritar, y casi se había quedado sin voz. Tras un descanso, se puso en pie una vez más. Ya no le importaba provocar que el aparato se balanceara y desplazara, tenía que salir de allí y no quedarse esperando a que el cable se rompiera o los grilletes cedieran, o lo que fuera a provocarle la muerte al precipitarse al vacío.

– Lo estoy intentando, cabrones -dijo con la voz ronca, mirando el cartel, sintiendo que las paredes se cerraban sobre ella de nuevo. Se acercaba otro ataque de pánico.

El teléfono del ascensor seguía sin dar señales de vida. Sujetaba el móvil junto a su cara, respirando hondo, intentando calmarse, deseando con todas sus fuerzas que apareciera una señal, maldiciendo a la compañía telefónica, maldiciéndolo todo. Notaba el cuero cabelludo tan tenso alrededor del cráneo que se le nublaba la vista y ahora las malditas ganas de mear habían vuelto. Era como si un tren cruzara a toda velocidad sus entrañas.

Juntó las piernas y cogió aire. Le temblaban los muslos, uno contra otro. Sintió un dolor atroz en la barriga, como si le hubieran clavado el filo caliente de un cuchillo y lo estuvieran retorciendo. Doblada en posición fetal contra la pared, gimoteó, tragando aire, le temblaba todo el cuerpo. No iba a poder aguantar mucho más, lo sabía.

Pero perseveró, abrazándose -todo era cuestión de voluntad-, luchando contra su propio cuerpo, resuelta a no sucumbir ante nada que su cerebro no quisiera hacer. Pensó en su madre, que tenía incontinencia por culpa de la esclerosis múltiple desde los cincuenta y tantos.

– Yo no tengo incontinencia, joder. Sólo sacadme de aquí, sacadme de aquí, sacadme de aquí -lo dijo siseando en voz baja como un mantra hasta que la urgencia llegó a su punto máximo y, luego, despacio, jodidamente despacio, comenzó a remitir.

Al final, por fin pasó y volvió a tumbarse en el suelo, exhausta, preguntándose cuánto tiempo podía alguien aguantarse el pis antes de que le explotara la vejiga.

A veces la gente sobrevivía en el desierto bebiéndose su propia orina. Quizá podía orinar en una de sus botas, pensó a lo loco, utilizarla de contenedor. ¿Provisión de bebida de emergencia? ¿Cuánto tiempo se podía aguantar sin agua? Le pareció recordar haber leído en alguna parte que una persona podía resistir semanas sin comer, pero sólo unos pocos días sin agua.

Equilibrándose en el suelo inestable, se quitó la bota derecha, luego saltó tanto como pudo y golpeó el panel del techo con el tacón cuadrado. No sirvió de nada. El ascensor sólo se balanceó con fuerza, volvió a golpear y rebotar en el hueco y Abby se cayó hacia un lado. Aguantó la respiración. Esta vez algo iba a romperse, sin duda. El último hilo de cable desgastado que se interponía entre ella y el olvido…

Había momentos en que realmente quería que se rompiera y caer los pisos que quedaran. Sería una solución a todo. Poco elegante, sí, pero una solución al fin y al cabo. Qué irónico sería, ¿verdad?

Como respondiendo a su pregunta, las luces se apagaron.

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