Octubre de 2007
– ¿Dónde está mi madre? -gritó Abby al teléfono antes de que él tuviera ocasión de hablar-. ¿Dónde está, cabrón?
¿DÓNDE ESTÁ?
Detrás de ella se abrió una puerta y un anciano miró fuera, luego volvió a cerrarla con fuerza.
Consternada a posteriori por haber sido tan estúpida como para dejar a su madre con aquella anciana, Abby corrió hacia la intimidad relativa del hueco de la escalera.
– Quiero hablar con ella ahora. ¿Dónde está?
– Tu madre está bien, Abby -contestó él-. Está muy cómoda enrolladita en la alfombrita, por si te preguntabas dónde había ido a parar.
Con el teléfono pegado a la oreja, bajó las escaleras, entró en el piso de su madre y cerró la puerta. Siguió caminando hasta el salón, mirando el suelo desnudo que se vislumbraba a través del fieltro. Las lágrimas rodaban por su cara. Estaba temblando, comenzaba a sentirse desconectada, los primeros síntomas de que iba a tener un ataque de pánico.
– Voy a llamar a la policía, Ricky -le dijo-. Ya no me importa nada. ¿De acuerdo? Voy a llamar a la policía ahora mismo.
– Creo que no, Abby -dijo con tranquilidad-. Creo que eres demasiado lista para hacer eso. ¿Qué vas a decirles? «¿Le robé a este hombre todo lo que tenía y ahora me ha encontrado y se ha llevado a mi madre de rehén?» Tienes que ser capaz de explicar las cosas, Abby. Hoy en día, en el mundo occidental, con todas las regulaciones de blanqueo de dinero, hay que ser capaz de aportar una explicación para todas las posesiones y cantidades de dinero importantes. ¿Cómo podrás explicar lo que tienes, con tu sueldo de camarera en un bar de Melbourne?
– Ya no me importa, Ricky. ¿De acuerdo? -Volvió a gritar al teléfono.
Hubo un silencio breve.
– Oh, creo que sí te importa -dijo él entonces-. No me hiciste lo que me hiciste por un impulso repentino. Lo planeasteis a conciencia, tú y Dave, ¿verdad? ¿Hubo alguna postura que no te dijera para follar conmigo, o acaso sólo fui yo el que acabó jodido?
– Esto no tiene nada que ver con mi madre. Tráela de vuelta. Tráela aquí y hablaremos.
– No, tráeme tú todo lo que me quitaste y entonces hablaremos.
El ataque de pánico estaba empeorando. Engullía grandes bocanadas de aire. Le ardía la cabeza. Se sentía como medio flotando fuera de su ser, como si su cuerpo fuera a derrumbarse sobre ella. Se tambaleó, se dio un golpe con el sofá, se agarró desesperadamente a uno de los brazos, luego se balanceó y se sentó atolondrada.
– Voy a colgar -dijo con la voz entrecortada-, y voy a llamar a la policía.
Pero justo cuando pronunciaba las palabras notó que parte de su convicción anterior desaparecía de su voz y que él también lo notaba.
– ¿Sí? Y luego ¿qué?
– No me importa. ¡No me importa una mierda! -Y lo repitió varias veces, como una niña con un berrinche, cada vez más fuerte-: ¡No me importa una mierda!
– Pues debería. Porque van a encontrarse con una enferma crónica que se ha suicidado y a su hija ladrona contando un cuento chino sobre el hombre a quien robó. Y el hombre que la metió en todo esto no se encuentra precisamente en situación de subirse a un estrado para respaldar su historia. Así que piensa en cómo vas a salir de ésta, zorra listilla. Ahora dejaré que te tranquilices y le prepararé una buena taza de té a tu mami. Luego volveré a llamarte.
– No… Espera… -gritó.
Pero Ricky colgó.
Luego, de repente, se acordó de que el taxi estaba esperando fuera, con el taxímetro en marcha.