Capítulo 8

Las palabras de Stanislaw Palieski no estaban dichas con ninguna animadversión contra la Reina de las Ciudades. La noche anterior había celebrado su inminente llegada con coñac griego, brindando por las islas de la costa dálmata mientras se deslizaban junto a ellas y le revelaban sus cuevas y enjabelgados pueblos uno por uno. Por la mañana, el sonido metálico de la cadena del ancla del buque deslizándose a través de los pescantes, y la campana del barco cinco minutos más tarde, le habían despertado de un atontado sueño más temprano de lo que tenía por costumbre. Peor aún, el cocinero del barco ya no servía café a los pasajeros de pago. Habían llegado.

Se pasó las manos por el cabello y gimió suavemente, entrecerrando los ojos ante la visión.

Hermosa sí era, con sus cúpulas llameando bajo la luz matutina y una suave bruma que se dispersaba alrededor de sus pilotajes y escaleras, que se hundían en el agua. Sin embargo, la Venecia de 1840 no era en absoluto la reina del Adriático de los tiempos antiguos. Antaño, con sus islas y sus puertos esparcidos por todo el Mediterráneo oriental, se había considerado a sí misma soberana de casi la mitad de ese mar. Cada año, su doge, el dux, con su anillo, renovaba su matrimonio con el mar; y cada año éste devolvía tesoros a sus costas… sedas y especias, pieles y piedras preciosas, que los comerciantes venecianos vendían fructíferamente en el norte. Pero a cada nuevo año que transcurría su presa se aflojaba. Los otomanos habían ganado. Y la corriente de comercio y riqueza menguaba a favor del Atlántico. En una vorágine de fiestas, los venecianos se habían pavoneado marchando inconscientemente hacia su castigo. Napoleón había venido, y se había comportado tal como él predijo: como un Atila para la República veneciana.

Los austríacos habían ocupado lo que Napoleón no pudo retener por mucho tiempo. Y durante treinta años el viejo puerto se había ido deteriorando bajo la indiferencia de los Habsburgo, que preferían Trieste.

Palieski encontró la visión consoladora, sin embargo. Venecia en carne y hueso se parecía notablemente a los Canalettos que colgaban en la residencia del embajador británico, sólo que mucho más grande… Un panorama completo de grises y pardos, salpicado aquí y allá de manchas de iridiscente pastel; muy cerca, un ejército borracho de mástiles y palos; a lo lejos, los campanarios de las treinta y dos iglesias de la ciudad; reluciente agua azul bajo sus pies y, encima de su cabeza, el claro cielo veraniego. Se metió las manos en los bolsillos y sintió allí el tintineo de monedas de plata por primera vez en años.

Palieski le había gruñido al sastre que le tomó las medidas en Estambul, y a Yashim, también. Pero en su corazón, donde todo hombre lleva al menos una onza de vanidad, estaba más bien encantado. Siempre había ido elegantemente vestido, aunque un poco raído; pero ahora llevaba una ceñida chaqueta sobre un chaleco abierto, pantalones de tubo de corte moderno, y un par de relucientes zapatos de charol puntiagudos. Su bigote estaba limpiamente, incluso exageradamente, recortado, en tanto que su sombrero -más negro y más lustroso que el que solía llevar en Estambul- era también ocho centímetros más alto. Sentía que su aire era el de un hombre de mundo, un hombre al que era improbable que el mundo engañara pero que miraba a ese mundo con amable interés.

¿Parecía un ciudadano de Estados Unidos? Tal como Yashim había señalado, la belleza de ser un norteamericano era que nadie sabía realmente cuál tenía que ser el aspecto de un norteamericano.

– Haga enviar mi equipaje a la Pensione Inghilterra -le dijo al sobrecargo, mientras una embarcación se detenía a su costado.

Era una góndola. A Palieski, acostumbrado a los gráciles esquifes de Estambul, le sugería algo más siniestro, con su picuda proa y su pequeña, estrecha y negra cabina en el medio. Mientras el fornido gondolero lo ayudaba desde la escalera, Palieski se dobló y entró en el camarote, quitándose el sombrero. Estaba organizado como un coche de caballos. Encontró un asiento y lo ocupó; el banco opuesto estaba forrado con una andrajosa piel, y el aire olía a moho y humedad. Cuando corrió las cortinas y apareció una ventana, se sorprendió al comprobar que estaba ya moviéndose a cierta velocidad a lo largo de la Riva dei Schiavoni.

Con un sobresalto, descubrió que el colorido, así como las pequeñas ventanas de piedra con puntiagudas arcadas, incluso la inconexa línea de los tejados, le recordaban a Cracovia.

– ¡Vaya! -exclamó-. ¡Ésta no es una ciudad mediterránea!

Identificó el Palacio del Dux, y las dos columnas que se levantaban a su lado en el borde del agua: los había visto en los Canalettos. El palacio parecía estar boca abajo: toda la ligereza expresada en una arcada de esbeltas columnas estaba en la parte baja, con la mole del edificio presionando desde arriba. Estiró el cuello para captar una vislumbre de su reflejo en el agua, pero no pudo ver nada más allá de las piernas del gondolero, y en aquel momento la gran iglesia blanca de Santa Maria della Salute se levantaba a mano izquierda, saludando su entrada en el Gran Canal.

El tráfico se volvió más denso. Negras góndolas pasaban raudas por su lado en dirección contraria, con las cortinas corridas, aunque de vez en cuando, en sus oscuros interiores, Palieski podía divisar una mano enguantada de blanco o una serie de bigotes. Lentas barcazas, de gran calado, que transportaban verduras o piedra labrada o sacos, estaban siendo empujadas por hombres inclinados sobre unos largos remos; los remeros intercambiaban gritos entre sí, especialmente cuando sus embarcaciones avanzaban vacías. Un traghetto, que transportaba a un grupo de monjas salió disparado de un embarcadero; el gondolero de Palieski frenó con un brusco movimiento y soltó una rica andanada de impenetrable dialecto, que, al parecer, recibió la correcta contestación. Se agitaron los puños, las monjas miraron hacia otra parte. Palieski sonrió. Las monjas con sus hábitos le recordaban las damas de Estambul.

Fue consciente ahora de algo que ya había percibido, pero no comprendido: la casi total ausencia de todo sonido, aparte de los gritos de los barqueros y las líquidas gotas de agua cayendo de los remos o silbando en las espumosas proas de las embarcaciones Pero, cuando el gondolero hizo presión sobre su remo, giraron bruscamente para entrar en un canal lateral, y tanto el sonido como la luz solar quedaron borrados.

Palieski se echó hacia atrás, como si los ladrillos fueran a golpearle el rostro. Retorciéndose en su asiento, dirigió la mirada hacia arriba: se estaban deslizando por un fangoso pasaje entre altos edificios. Las ventanas situadas sobre su cabeza estaban enmarcadas en piedra, con oxidados barrotes de hierro; los huecos donde había caído el yeso dejaban el ladrillo al descubierto. Aquí y allá, la colada colgaba fláccidamente de cuerdas tendidas a través del canal. Palieski se preguntó cómo podría secarse. Se puso la chaqueta a través del pecho y se volvió hacia la pequeña ventana situada a sus espaldas.

– Brrr. ¿Pensione Inghilterra?

– Sí, sí. Pensione -dijo el gondolero sacudiendo la barbilla.

– ¿Inghilterra? -Una duda se había instalado en la mente de Palieski-. ¿Pensione Inghilterra?

Pero la pregunta de Palieski estaba destinada a no ser respondida, porque en aquel momento el gondolero, vaciló, mirando fijamente al agua.

– Sacramento! -gruñó-. ¡Un hombre!

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