El signor Ruggerio, al salir de su casa en San Barbera para comprar un purito en la tienda de la esquina, se quedó sorprendido al verse acompañado por dos hombres, de quienes tenía el vago recuerdo de que lo sujetaron por los brazos y le sugirieron que fuera a tomar una copa con ellos, en algún lugar fuera del campo.
Algún lugar, de hecho, más allá de cierta red de callejones, una definida isla de barro, pilotajes y pavimentos entrecruzada de pequeños canales, y que constituía la parroquia de San Barbera.
Lo llevaron sobre un puente.
Le dieron a beber un vaso de vino.
– Él tiene dinero -dijo Ruggerio, tragándose prudentemente su envidia junto con su tinto… Porque a nadie le gusta perder un cliente-. Eso por supuesto. La cuestión es, ¿de dónde viene?
A los hombres, al parecer, les gustaba la forma en que él hablaba.
– Eso es para usted, barone -dijo uno de ellos en la puerta del bar, sacando de su bolsillo del pecho un puro envuelto en un billete-. Espero que pueda usted encontrar su camino de vuelta a casa.
– Ya saben ustedes cómo son las cosas, caballeros -replicó Ruggerio nerviosamente-. A mi edad, uno empieza a olvidarlo todo.
Uno de los hombres alargó la mano y le pellizcó la mejilla a Ruggerio.
– Me encanta oírlo, barone -dijo-. Que duerma bien.