Palieski estudió el cuadro.
– No tiene sentido -dijo- si eso es Eletro en el momento en que lo asesinaron… Vaya, ¿quién habría pintado semejante cosa? ¿Y cuándo, Yashim?
Yashim se encontraba junto a la ventana. Había una caída de seis metros hasta el canal.
Se dio la vuelta y examinó la habitación: paredes desnudas, la mesita manchada de pintura, un crucifijo sobre la cama.
Se disponía a cruzar nuevamente la puerta cuando su mirada se posó sobre la maraña de sábanas y mantas de la cama.
Yashim se acercó con un par de zancadas a la cama y tiró de las amarillentas sábanas.
Por un momento pensó que lo habían engañado, que no había nada allí.
El hombre estaba hecho un ovillo, con las manos encima de la cabeza, y las rodillas subidas hasta la barbilla. Sus manos eran dos huesudos puños.
Yashim lo cogió de los brazos y los separó, revelando un arrugado rostro del color de las sábanas viejas, los ojos cerrados y la boca seca y agrietada.
La acurrucada figura no se resistió. No le quedaban fuerzas; posiblemente ya nadie podía ayudarlo. Sus miembros se separaron al simple toque.
– Necesitamos agua -dijo Yashim. Sin vacilar se inclinó y cogió el individuo por debajo de sus brazos-. Coge el cuadro.
Se abrieron camino a través de una nube de moscas y, una vez en el rellano, Palieski cerró la puerta de golpe a sus espaldas. Fuera, en el campo, abrió la tapa del pozo y sacó un cubo de agua. Yashim se sentó y sostuvo al hombre contra su pecho, mojándole los labios con las gotas que caían del cubo.
Cogió el agua con la mano y le dejó correr sobre la cara del hombre.
Los párpados de éste no se movieron, pero sí los agrietados labios, ligeramente.
Yashim sostuvo su mano como si fuera una cuchara y dejó que el agua goteara sobre la boca del hombre. Sonó una especie de chasquido, y el hombre tragó.
– ¿Qué vamos a hacer con él?
Yashim parecía ansioso.
– Hablaré con los Contarini. No te preocupes. Él no ha matado a nadie. No hay sangre en su cuerpo. -Levantó la mirada-. Eres tú el que me preocupa.
Desplegó su capa y la usó para envolver al frágil esqueleto.
– A veces, son los que parecen débiles, como él, los que sobreviven -dijo Palieski.
Lo llevaron a la góndola. El gondolero se sobresaltó ante la visión del fardo de Yashim.
– ¿Qué es eso? Parece una pietá -exclamó, haciendo la señal de la cruz.
– Llévanos a Dorsoduro tan deprisa como puedas -dijo Palieski-. Y reza, amigo mío, por la resurrección de la carne.