Yashim empujó la puerta que daba a un pequeño patio adoquinado. Había tiestos de romero y salvia apoyados contra las enjabelgadas paredes, y en un rincón crecía un limonero que arrojaba sombra sobre una mesa y un banco de madera. Más allá del árbol había un largo biombo de madera con delgadas baquetillas pintadas de azul que le recordaron a Yashim una casa de té que había visitado una vez, en Tashkent.
Del árbol colgaba una jaula, dentro de la cual había un pajarillo.
Yashim apoyó su espalda contra la puerta y sonrió para sí. A través del cristal pudo ver las plumas y los pinceles de los calígrafos metidos en tarros, en el antepecho de la ventana.
Cruzó el patio y llamó con indecisión a la semiacristalada puerta. No acudió nadie, de modo que apoyó sus brazos contra el cristal y atisbo dentro. Se veían libros alineados en las paredes. Y también un bajo diván tapizado lleno de cojines, y delante de éste una mesa con una gran lámpara de aceite en un extremo. Un taco de papel reposaba sobre la mesa, con algunas plumas y una botella de tinta. Junto a la tinta había una cajita de madera. Se divisaba una puerta en la parte trasera de la habitación, que estaba cerrada. Era azul, como el biombo.
Parecía una sala de trabajo… un tranquilo estudio. No había signo alguno de que alguien estuviera trabajando. Yashim probó la puerta, pero estaba cerrada.
Dio un paso hacia atrás y vio el banco junto la pared. Se sentó.
Entonces se abrió la puerta de la calle.