Brunelli levantó los ojos del canal y los dejó vagar por la fachada de un palazzo que reconoció como perteneciente a la contessa d'Aspi d'Istria.
Ése era el lugar donde Barbieri había dado su último paseo en góndola.
Y en la puerta de al lado del palazzo, un tal signor Brett, que venía de Nueva York y hablaba italiano como un… ¿cómo qué? Hablaba bien… en dialecto toscano.
Lo cual suponía tres giros en el callejón; tres piezas del laberinto. Había recovecos en el signor Brett, y no líneas rectas.
Pero Brunelli sabía que era inocente del asesinato.
– ¿Le sobra una monedita, amigo?
Brunelli bajó la mirada hacia la desastrada figura que tenía a sus pies, y frunció el ceño.
– Deberías marcharte de aquí.
– Eso es lo que el otro policía dice -repuso el mendigo. Parecía forastero… Genovés, quizás. Tenía unas llagas sonrosadas en su cuero cabelludo y la cara hinchada.
Brunelli levantó la mirada… y allí estaba Vosper, de pie, en el umbral de una casa del callejón, de espaldas.
– ¿Cuánto tiempo lleva aquí?
– Media hora, quizás menos. Pero no hay nadie en casa.
– ¿Nadie en casa?
– El caballero del apartamento ha salido.
Brunelli miró a Vosper, y sintió una oleada de irritación que bordeaba el desprecio.
– ¿Vino… en esta dirección el caballero?
– Directamente desde el puente.
Brunelli sabía lo que tenía que hacer.
– Si vuelve -si pasa por aquí otra vez-, ¿le dirás que no vaya a su casa?
– Que no vaya a su casa -repitió el mendigo-. Se lo haré saber.
– Aquí tienes cincuenta -dijo Brunelli, sacando una moneda del bolsillo. La puso en la mano del mendigo-. Dile que se mantenga lejos.
– Muy bien, su señoría. Aquí estaré.
Brunelli se dio la vuelta y empezó a desandar lo andado.
¡Líneas rectas!
¡Qué estúpidos!