– ¿Dónde ha estado, effendi? Tiene un yali en la costa ahora, pienso, como un gran pachá, ¿verdad?
Yashim sonrió, y movió negativamente la cabeza.
– He estado fuera, Giorgos.
El griego se rascó el pecho.
– Hace demasiado calor aquí, effendi.
Giorgos agarró un cubo y se paseó por las pilas de espinacas y las pirámides de pequeños pepinos, rodándolos con agua fría. Cuando hubo terminado se frotó sus manos húmedas contra el rostro.
– Hoy no está ocupado, effendi.
Cogió una docena más o menos de alcachofas, una por una, y las fue colocando en sus balanzas. No eran mayores que su dedo pulgar.
– Algunos tomates. Algunos ajos. Berenjenas… Aquí. -Cogió cuatro grandes berenjenas y las pesó. Cuidadosamente lo colocó todo en la cesta con sus enormes manos, y metió también un puñado de hierbas: perejil, eneldo y romero, encima.
Hinchó el pecho, agitó los brazos y se apaciguó con un gesto de calma.
– Cocine al calor y coma al fresco -bramó, imitando con sus gestos lo que decía-. Dolma. Un raki. Nada de carne.
Yashim hizo una pausa en el camino de vuelta a casa para comprar pan, yogur y aceitunas. Cuando llegó, el pequeño apartamento parecía un horno. Abrió las ventanas y dejó la puerta ligeramente entreabierta, para dar paso a la brisa.
No fue hasta que volvió a recoger la cesta cuando descubrió un pequeño paquete junto a la puerta.
Deshizo la cuerda.
Dentro había un cuchillo.
Y con él venía una carta.
Mi queridísimo Yashim, deseaba enviarte un recuerdo de Venecia, pero realmente no hay nada; así que mandé a Antonio a buscar tu cuchillo al patio del Fondaco.
Me salvaste la vida, que no era importante hasta ahora. Antes no tenía ningún sentimiento… Los perdí, supongo, cuando mi hermano murió, y luego mi madre. Hasta ahora no había conocido ninguna alegría, ninguna ternura, sino sólo dolor, de la manera que tú conoces. Con Nicola hay dolor, pero de otro tipo, y está muy mezclado con algo más. Por supuesto, deseo- pero ¿qué deseo? Nada. Comulgo con un ángel. El padre Andrea es muy bueno.
Lamento haber perdido el cuadro, porque habría sido bueno para nosotros tener ese dinero. En cuanto a las cartas, dejaré que las lean los peces. Yo sé -y tú sabes- que existían. Lo cual ya es suficiente.
Tu amante amiga.
Carla A-I
Yashim dejó a un lado la carta y examinó el cuchillo. La atadura del mango se había aflojado, pero el acero seguía brillante y afilado. Lo sopesó en su mano.
– Has hecho un largo trayecto -dijo en voz alta- desde que Ammar te hizo.
Secó la hoja con un paño, contento de que el cuchillo estuviera limpio.
– Ammar te hizo para cortar verduras.
Cogió una tabla y se puso a trabajar. Con el cuchillo preparó las diminutas alcachofas, recortando las hojas. Partió los tomates, las berenjenas, aplastó y saló los dientes de ajo. La habitación se llenó con el perfume de las hierbas.
El tártaro había sido enviado para borrar toda huella del deshonor del sultán. Para matar sin dejar testigos.
Palieski había dicho algo en el barco, antes de que las marsopas rompieran la superficie del agua: algo que él había eliminado de su mente.
Reshid había enviado a un asesino, y no a él.
«Yo pude haberlo hecho -pensó Yashim-, sin matar a nadie. Pude haber recuperado las cartas… y el cuadro, también. Ése es mi trabajo.»
Rellenó las berenjenas con tomates, cebolla, un poco de perejil y ajo, recogiendo cuidadosamente los últimos fragmentos de la tabla.
Si los austríacos ya conocían la visita del sultán, matar a los testigos era una pérdida de tiempo. Una pérdida de vida, por encima de todo; pero también un riesgo.
Con unos dedos pegajosos, depositó las berenjenas en un plato.
Puso las alcachofas en un cacharro de barro, las aliñó con aceite, un chorrito de agua y un poco de zumo de limón.
Cuando hubo hecho eso, sacó la cabeza por la ventana y gritó:
– ¡Elvan! ¡Elvan! ¡Ven!
Un niño se levantó de un rincón sombreado y se desperezó.
– Estoy aquí, effendi -gritó.
Una vez arriba, cogió los platos de Yashim y los llevó calle abajo, a la tienda del panadero, donde éste los metería en el horno.
Yashim se dirigió al hammam.
Un asistente le recogió las ropas y lo condujo a la sala del vapor, donde extendió una toalla para él sobre la losa caliente.
Yashim se echó. El calor se filtró a sus miembros. Sus músculos se relajaron.
Sólo su mente permanecía tensa.
Miró hacia arriba, a la luz que brillaba a través del abovedado techo, y reconoció al tártaro en lo alto de la escalera, enmarcado por la luz del alba que atravesaba las ventanas bizantinas.
El asesino de Reshid.
Se secó el sudor de los ojos con ambas manos. Y prosiguió la conversación con la Valide en su mente.
No protestó cuando el asistente del hammam llegó, golpeando con sus zuecos, para sacarlo de la losa.
Dejó que lo sentara al lado de grifo de agua caliente, y empezó mecánicamente a lavarse, de la cabeza a los pies.
Sin ver nada. Sin oír nada.
Hasta que un pie desnudo lo golpeó en las costillas.
Miró a su alrededor, sorprendido, a través de una película de vapor.
Por un momento, no reconoció al joven de acicalado cabello que se encontraba sentado a su lado sobre el suelo de mármol.
– Me ha desobedecido, Yashim. Lo encuentro… interesante. Y desafortunado. Nos estábamos llevando muy bien.
Yashim reconoció la voz. Era Reshid Pachá.