Yashim se encontró en la boca de un estrecho callejón, interceptado el paso por unas planchas de madera que impedían que los peatones cayeran en el dragado canal.
Se encaramó a la barrera y atisbo en la oscuridad. La habitual luz débil brillaba en el extremo lejano del callejón. Yashim se puso en cuclillas y le pareció que casi podía distinguir el contorno de las fangosas huellas en el pavimento.
En la esquina se detuvo para examinar el suelo, pero las huellas ya no eran visibles. Había al menos tres direcciones que el tártaro podía haber tomado.
Yashim se apoyó contra la pared y trató de pensar.
En alguna parte de la ciudad el asesino tenía un lugar seguro. En alguna parte podía dormir, comer, y salir a voluntad, seguro de no llamar la atención.
Estaría allí ahora: herido y desarmado, necesitado de un sitio para cambiarse de ropa, lavar sus heridas. Los tártaros no eran muy puntillosos sobre la higiene, a diferencia de los turcos, pero sí se ocupaban de un corte sangrante.
Sin embargo, Venecia era una ciudad pobre. Y los pobres son muchos, y tienen ojos.
Distinguirían a un extranjero, incluso a un extranjero cuidadoso. Yashim había pasado algún tiempo en Crimea, la patria de los tártaros. Sabía cómo vivían sobre la silla de montar, con sólo un puñado de carne seca, pero el tártaro tendría que sacar su agua de un pozo en el campo. Así era como estaba constituida Venecia. Algunas ciudades se agrupaban en torno a una ciudadela, pero Venecia se había formado en torno de sus pozos.
A menos que…
El tártaro podía haber hallado un lugar para sacar agua, invisible. Algún lugar con su propio suministro.
Algún lugar donde la gente había vivido una vida casi aislada… segura, retirada, y magnífica.
Yashim torció a la derecha y empezó a retroceder en dirección al Gran Canal.