Capítulo 120

El agua azotaba perezosamente las algas verdes que colgaban de los pilotajes del puente.

No había marea; sólo la perpetua corriente del norte, deslizándose empujada por el movimiento del agua caliente procedente del mar, que provocaba espirales y corrientes que los barqueros ya conocían.

Pillado entre estos incesantes, cambiantes remolinos y contracorrientes, el pachá que había muerto joven describía un curioso dibujo. Se movía como un derviche, sus miembros abiertos y relajados. Bajo cúpulas bizantinas, palacios deteriorados y embarcaciones amarradas, el cadáver del pachá daba vueltas a la luz de la luna, inadvertido, sus brazos extendidos en un gesto de vacía resignación.

Así giró, una y otra vez, mientras la luna se hundía detrás de las torres y las cúpulas.

Cuando rompió el alba, los primeros obreros regresaron al puente. El cuerpo del pachá apenas se había movido del lugar donde fue a parar, a unos metros de distancia de las profundas aguas del Bósforo en las que, en sus días de gloria, la ciudad había hecho su fortuna.

Arriba, los obreros se quedaron mirando fijamente las limpias aguas.

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