El croata estaba empeorando. Sus enfados, sus abandonos, se estaban haciendo mas frecuentes. Hasta sus productos era menos fiables. Dentro de uno o dos años, consideró Popi, podría resultarle inútil.
Finalmente descubrió el detalle: la vaga figura de un hombre con sombrero de copa, de pie, en una ventana que daba al Gran Canal.
Dibujado obviamente del natural… lo que de él siempre veía el croata. Nadie había usado sombrero de copa en tiempos de Canaletto.
Popi levantó su dedo índice lentamente, de modo que el croata pudiera verlo, y señaló la anacrónica imagen.
– Cambia ese sombrero -dijo. No pensaba que, después de todo ese tiempo, necesitaría decir, o hacer, nada más.
El croata ni siquiera echó una mirada al cuadro. Simplemente miró a Popi con una expresión de hosca decepción.
– Cambia ese sombrero -dijo Popi lentamente-. Luego barnizaremos el cuadro. Y después, amigo mío, dos botellas -concluyó, levantando significativamente los dedos.
El croata miró los dedos y después, por primera vez, el cuadro. Se mostró de acuerdo.
El soborno de Popi funcionaba. Dos botellas… Si mantenía su parte del trato, el croata estaría incapacitado durante una semana. Pero al menos Popi tendría algo que vender al americano. No podía esperar.
– Llévalo directamente al estudio -dijo Popi.
El croata levantó el cuadro y lo trasladó a la habitación trasera, donde Popi guardaba sus pinturas y barnices.
Popi se sentó a su mesa y empezó a escribir una carta dirigida a S. Brett, connaisseur. Había que concertar una cita -si el signor Brett no veía inconveniente- para algún momento de la siguiente semana.
Cuando el barniz de los Canalettos se hubiera secado.
Capítulo 26
Palieski se marchó a casa a cambiarse de camisa, y se pasó unos minutos delante del espejo con los codos extendidos y las manos sobre el pecho, flexionando el torso de un lado a otro.
– ¡Vaya! -exclamó-. ¡Eres un idiota, mister Brett!
Había una nota en la mesa bajo el espejo. Era de Ruggerio, que lamentaba no poder acompañar al signor Brett aquel día. Sugería diversos lugares que podía gustarle visitar por su cuenta -ninguno de ellos, notó Palieski con diversión, implicaba un gran desembolso de dinero-, así como la posibilidad de que pudieran visitar los talleres de Murano juntos, al día siguiente.
– ¡Los talleres de Murano! ¡Un veinte por ciento de comisión y un almuerzo decente!
Pero ¿por qué debía dejar que Ruggerio lo llevara a ninguna parte? ¿Por qué no ir por su propia cuenta? Una pausada excursión a través de la laguna era lo mínimo que se merecía tras su enérgico asalto con la contessa d'Aspi d'Istria.
Pero mientras la góndola avanzaba sobre las tranquilas aguas azules de la laguna, y Palieski volvía la cabeza para tener una visión mejor de la ciudad, recordó algo sobre un monasterio armenio y cambió de opinión. El gondolero parecía dudar. Cuando le había dicho de ir a Murano, él decidió ir a visitar un café en la isla mientras su padrone hacía un tour por los talleres de vidrio. Palieski, equivocándose sobre el motivo de su indecisión, prometió pagarle diez liras más. El gondolero accedió a renunciar a los placeres de Murano y llevar a su cliente a San Lazzaro.
Lo cierto es que Palieski, sin darse cuenta, estaba sintiendo nostalgia. Muchas noches había pasado con su amigo Yashim bebiendo vodka y llorando por su perdida tierra natal, desgarrada por la codicia y la brutalidad de sus enemigos. Sin embargo, el anhelo de Polonia de Palieski, aunque auténtico y profundo, era más bien una ilusión en él. No era visceral. Como sí estaba resultando ser su sentimiento hacia Estambul.
En otra ciudad -París, digamos, o incluso Nueva York- el sentimiento podría haber sido aliviado por la excitación de la novedad. Pero, en Venecia, Palieski estaba constantemente tropezando con recuerdos de la ciudad que él llamaba su hogar. Venecia, en la mentalidad europea, era ya una ciudad medio oriental; y ciertamente aquella urbe le hacía sentirse aturdido a Palieski, como si estuviera contemplando una escena familiar por el extremo inadecuado del telescopio. Paseando por los estrechos callejones tras la estela de Ruggerio, quedaba impactado por algún aspecto gracioso… de Estambul… el esfuerzo de un gato, por ejemplo, para capturar un murciélago en el crepúsculo; o por una columna de pórfido sin duda arrancada de la misma ruina clásica que Constantino había saqueado para su ciudad siglos antes. A veces se le ocurría en la forma y lo apagado de un dintel; o podía ser el sonido de los monjes ortodoxos cantando en San Giorgio dei Greci. Era incluso un rompecabezas decidir si Venecia o Estambul tenían más niños limpiabotas, todos andrajosos, todos iguales, puestos en cuclillas en el pavimento detrás de sus cajitas de madera.
En el Campo dei Mori había visto un relieve de un camello conducido por un hombre con turbante, y casi rompió a llorar, sin saber por qué; y se había quedado mirando tristemente el arruinado esqueleto del Fondaco dei Turchi, en el Gran Canal, durante casi una hora, saboreando su decadencia, y su ventanaje bizantino en proceso de derrumbe. Con sus obstruidas arcadas y tapiadas ventanas, el viejo palazzo de los mercaderes otomanos parecía el superviviente de algún largo asedio.
Para empeorar las cosas, él estaba asumiendo la identidad de un extranjero, y un norteamericano por añadidura. Echaba de menos su embajada. Medio cubierta por las enredaderas y necesitada de un tejado nuevo, era todavía un lugar confortable para un hombre que disfrutaba de su propia compañía y la de sus libros. A estas alturas había leído ya tres veces el Vasari, y estaba empezando a sentir una especie de limitación mental debido a la prolongada relación con el autor, como si se hubiera pasado una semana entera comiendo sólo patatas. Echaba de menos a sus amigos. Aquí en Venecia estaba siendo acosado de la manera más cortés e implacable por camareros y gondoleros y patronas pidiendo… bueno, dinero, ciertamente; pero él poseía bastante de eso. Lo que lo agotaba era que le exigiera que tomara una decisión. En casa sólo tenía que pensar en un té, o un coñac, después de cenar, y aparecía allí en su mano.
Martha lo iría a buscar para él; en ocasiones antes incluso de que él lo hubiera pedido.
Se quitó la chistera y dejó que la brisa le desordenara el cabello.
Venecia, vista desde la laguna, era demasiado plana para parecerse a Estambul, aunque la prominencia de Santa Maria della Salute, su gran cúpula blanca, recordaba las cúpulas de Estambul; y los tejados parecían apiñados y de color naranja, como los tejados de las casas que atestaban las orillas del Cuerno de Oro.
Se puso una mano a modo de visera para cubrir los ojos de la luz y miró al frente, a una baja pared de color rojo rematada por una enredadera que casi milagrosamente crecía de la laguna. La góndola avanzaba con rapidez, sin hacer ruido, mientras Palieski contemplaba casi ciegamente la sonrosada aparición, perdido en sus pensamientos.
Una hora más tarde, se preguntó por qué había ido a Venecia. El resplandor de la laguna le había dado dolor de cabeza; ahora esforzaba los ojos para ver los tesoros que el amable sacerdote armenio estaba amorosamente desplegando para su inspección en el oscuro scriptorium. Al principio, los millares de viejos volúmenes en sus estanterías lo habían animado; pero, a fin de cuentas, todos estaban escritos en armenio, excepto un hermoso Corán. Era un regalo al monasterio de la familia d'Aspi, observó Palieski. Sus páginas estaban decoradas con zarcillos y flores de lis, y en el frontispicio una reproducción del dibujo del suelo de la contessa. Palieski se dio cuenta de que le temblaban las manos.
Pidió un vaso de agua, lo cual momentáneamente interrumpió el discurso del amable sacerdote; salió al jardín del monasterio a beberlo, y se sentó durante unos momentos bajo un árbol a la sombra.
– Venga, signor -dijo el cura suavemente-. Le llevaré a ver al padre Aristo, que está realizando una obra maravillosa. Nuestro primer diccionario armenio-inglés. El gran poeta lord Byron pidió que se hiciera. Descanse en paz. Estudió aquí durante casi un año.
– Me temo que no me encuentro muy bien -dijo Palieski. Y luego, para que no pareciera descortés, añadió-: ¿Byron estudió aquí?
– Cada semana, effendi. Quería aprender armenio, para bien cultivar su mente. -Hizo una pausa y sonrió-. Pero me temo que no era un estudiante aplicado.
Palieski se puso de pie. Se sentía mareado.
– ¿Puede usted decirme dónde encontrar a mi gondolero?
El sacerdote asintió, decepcionado.
– Lo llevaré con él, si lo prefiere.
– Gracias. -Palieski metió la mano en el bolsillo y sacó unos billetes-. Ha sido usted muy amable.
Cruzaron una puerta y llegaron al embarcadero. Una vez en la góndola, Palieski se relajó y cerró los ojos.
Se desabrochó la chaqueta, para sentir la brisa, y se recostó en los cojines. La siguiente vez que abrió los ojos se encontró en el Gran Canal nuevamente. Debía de haberse dormido. Tenía las manos frías.
De regreso en su apartamento hizo una pausa para recoger una tarjeta de debajo del espejo en el vestíbulo, y para quitarse los zapatos, antes de precipitarse de cabeza a su cama. Leyó la tarjeta de lado. Era de la Contessa d'Aspi d'Istria, repitiendo su invitación a la recepción de aquella noche. Al cabo de unos minutos alargó la mano y se subió el cubrecama. Y en un momento estuvo dormido.