Estambul, donde Palieski había vivido tantos años, se consideraba una ciudad saludable; un viento que soplaba de los Dardanelos, incluso en verano, agitaba y purificaba el aire; mientras que la rápida corriente del Bósforo, bajando desde el mar Negro, actuaba como un perpetuo canal de desagüe.
Quizás eso se debía a que, en 1204, el anciano y ciego dux Enrico Dándolo había propuesto trasladar Venecia entera a las costas del Cuerno de Oro. Acababa de conquistar Constantinopla con ayuda de los cruzados, y la posibilidad no volvería a presentarse. Su propuesta fue rechazada.
Venecia, según la sabiduría imperante, era un lugar malsano. Miasmas, que conllevaban el riesgo de enfermedad, se alzaban de unos perezosos rii, obstruidos, como generalmente estaban, por basura en putrefacción y excrementos. El paso de una góndola agitaba las profundidades de estas pequeñas alcantarillas a cielo abierto, y ocasionalmente levantaban un hedor. Todo el mundo sabía que esos malos olores, si eran inhalados, resultaban peligrosos.
Era también una ciudad de peste; o lo había sido, cuando traficaba con los puertos orientales. En aquellos tiempos, Venecia había sido famosa por San Lazaretto, la isla donde los recién llegados podían ser confinados durante cuarenta días… la quarentina. Ahora el lazareto albergaba el monasterio armenio, y con la declinación del comercio, y frente a la indiferencia oficial, las leyes de cuarentena habían sido suspendidas. De manera que pocos barcos se preocupaban de pagar los derechos de fondeo austríacos para entrar en la laguna con la incierta esperanza de comerciar con una empobrecida población donde se había permitido que las estrictas reglas de una antaño vigorosa República cayeran en desuso. Había quedado como una ciudad de ratas… Aquellas suaves zambullidas que Palieski oía a veces bajo sus ventanas por la noche eran prueba de ello; pero la plaga -la peste bubónica de la Europa medieval- no había, de hecho, estallado en Venecia durante muchos años. Sólo el cólera seguía siendo un problema recurrente.
¡El cólera! Palieski despertó la mañana siguiente a un resplandeciente cielo azul y con retortijones de estómago. Lanzó un gemido, tuvo un sudor frío y medio supuso que se iba a morir. Un extranjero sin amigos en una ciudad extraña. Desaparecería del registro sin que nadie se acordara de él, yacería bajo una lápida -si alguien le pagaba una- inscrito con un hombre ficticio. De haber vivido, pensó, podría haber sido al menos capaz de iniciar una relación con la contessa, incluso, quizás convertirse en su amigo. Pero la mujer se olvidaría de él cuando muriera, desde luego.
Tales pensamientos -el calor- sus enmarañadas sábanas -los gritos de los hombres sanos que pasaban por el canal afuera- no hicieron más que oprimir su ánimo. Estaba también inexplicablemente atormentado por un oscuro y ensoñador recuerdo de haber encontrado a una extraña en su cama, algo que lo preocupaba: ¿estaba perdiendo la razón también?
Se llevó las manos a la cabeza.
Entonces se abrió la puerta y aquella misma mujer pareció entrar limpiamente vestida, llevando un humeante bol de sopa de pollo.
– Guardate! -dijo ella-. ¡Mirad!
Palieski se revolvió bajo sus ropas, revivido por el olor del caldo. La mujer que lo había traído era regordeta y morena; tenía unas manos pequeñas y una cara tan dulce como la de una madona, de transparentes ojos castaños, impertinente nariz y un hoyuelo en medio de la barbilla. Arrastró una silla hasta la cama y se sentó.
Él la miró. Ella hundió la cuchara en la sopa. Él hizo un débil esfuerzo por llegar a la cuchara, pero ella lo rechazó e hizo un gesto desaprobador, de modo que él volvió a recostarse contra las almohadas y dejó que ella le llevara la cuchara a los labios.
Si el olor de la sopa lo había revivido, la sopa misma perfeccionó la cura.
¡Un exceso de sol! Un dolor de cabeza, quizás un escalofrío; nada más. Por supuesto… ¡Aquella ridícula expedición a los armenios, a través de la laguna, al calor del día! No era extraño que estuviera pachucho. Y luego, vino espumoso en un estómago vacío. Había despertado hambriento, eso era todo.
Y ahora esa maravillosa joven lo había curado. Volvió la cabeza.
– No sé tu nombre.
– Maria -respondió ella, con una sonrisa. Palieski alargó la mano y la puso sobre la rodilla de la mujer.
– Maria -graznó-. ¡Qué nombre más precioso! ¿Y, sabes, Maria? Me siento mucho, mucho mejor ahora.