Capítulo 3

Cerca de la orilla del Cuerno de Oro, por la parte de Pera, se levantaba una fuente instalada por una princesa otomana, como un acto de generosidad, en un lugar donde los barqueros solían recalar y dejar sus pasajes. Existían centenares de fuentes en las calles y plazas de Estambul. Pero ésta era particularmente antigua y querida, y Yashim la había admirado muchas veces al pasar. En ocasiones, con tiempo caluroso, se enjuagaba la cara en el hilillo de agua clara que caía sobre su taza adornada con azulejos.

Fueron aquellos azulejos los que ahora le hicieron detenerse en la calle, pasmado y sin ser observado en medio de la corriente de tráfico que ahora pasaba a lo largo de la costa: muleros con sus recuas de animales, porteadores cargando enormes sacos, dos mujeres totalmente veladas vigiladas por un eunuco negro, un bashi-bazuk a caballo, su fajín atiborrado de pistolas y espadas. Ni Yashim, ni la destartalada fuente, llamaban la atención de nadie. La multitud fluía a su alrededor, un hombre solo, de pie, con una capa marrón, un blanco turbante sobre su cabeza, observaba afligido como un trío de obreros con ropa de trabajo y sucios turbantes golpeaban la fuente con sus martillos.

Y no es que a Yashim le faltara presencia. Su única carencia era de algo más concreto; pero estaba acostumbrado a pasar inadvertido. Era como si su presencia fuera una cualidad que él decidía mostrar u ocultar; una cualidad de la que las personas eran inconscientes hasta que se encontraban hipnotizadas por sus ojos grises, su voz baja, musical, o por las verdades que decía. Hasta entonces podía resultar casi invisible.

Los obreros no levantaron la mirada hasta que él se acercó. Sólo cuando habló, uno de ellos miró a su alrededor, sorprendido.

– Se trata del puente, effendi. Una vez que esto haya desaparecido, y luego el árbol, habrá un camino para pasar por aquí, ¿ve usted? Hemos de tener un camino que atraviese esto, effendi.

Yashim apretó los labios. Durante años se había hablado de un puente que uniría la parte principal de la ciudad de Estambul con Pera. Siglos, incluso. En los archivos del sultán del palacio de Topkapi, Yashim había visto unos papeles color sepia con un dibujo de dicho puente, ejecutado por un ingeniero italiano que escribía sus cartas del revés, como si estuvieran escritas en un espejo. Ahora, al parecer, iba a construirse el puente; el regalo del nuevo sultán a un agradecido populacho.

– ¿Y esta fuente no podría simplemente trasladarse más allá?

El obrero enderezó su espalda y se apoyó en su mazo.

– ¿Qué? ¿Esto? -Se encogió de hombros-. Demasiado vieja. Una nueva sería mejor. -Sus ojos se deslizaron a lo largo de la costa-. Pero lo que sí es una vergüenza es lo del árbol.

El árbol era un coloso, y una agradable sombra y abrigo en la costa del Pera. Llevaba allí varios siglos; y ahora desaparecería en cuestión de días.

Yashim parpadeó cuando uno de los mozos agrietó con un golpe de mazo la taza de la fuente. Un pedazo de piedra se separó, y Yashim alargó la mano.

– Por favor, un azulejo o dos…

Se los llevó consigo cuidadosamente, sintiendo el viejo mortero seco y quebradizo en su palma. El barquero que lo recogió, mientras se deslizaba a través del Cuerno con su esquife, escupió en el agua.

– El puente nos matará -dijo en griego.

Yashim tuvo un presentimiento. No se arriesgó a replicar.

Al llegar a casa dejó los azulejos junto a la ventana y se sentó en el diván, contemplando las fuertes líneas de los sinuosos tallos, los hermosos e intensos rojos de los tulipanes, que tan a menudo habían refrescado sus ojos mientras el agua de la fuente le refrescaba la piel. Unos rojos llameantes como aquellos no se podían conseguir hoy en día, de eso era consciente. Siglos atrás, los alfareros de Iznik habían elevado sus habilidades a tales alturas que el río del conocimiento simplemente se había secado. Siempre quedaban los azules: preciosos azules de Kayzeri e Iznik, pero no los rojos tan queridos por los herejes, que procedían de Irán y que también se desvanecieron.

Yashim se acordaba de cuánto había amado aquellos azulejos, cuando decoraban el sanctasanctórum del palacio del sultán en Topkapi, un lugar prohibido a los hombres corrientes. En el harén mismo, hogar del sultán y su familia, muchas mujeres habían admirado aquellos azulejos y muchos sultanes también.

Yashim los había visto tan sólo porque no era un hombre corriente.

Yashim era un eunuco.

Seguía contemplando los azulejos, recordando otros similares de los fríos corredores del harén del sultán, cuando unos golpecitos en la puerta anunciaron un mensajero.

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