Capítulo 27

En la piano nobile de la Ca' d'Aspi, las copas de cristal centelleaban bajo la luz de centenares de velas instaladas en candelabros de cristal, todas ellas reflejadas en los jaspeados espejos que se alineaban en las paredes. En el centro de la gran sala, una pesada mantelería bordada colgaba en pliegues de la mesa, como esculpida en piedra. Las cortinas estaban descorridas. A medida que avanzaba la noche, el cristal de las altas ventanas también contribuía a reflejar la brillantez de la habitación. Desde fuera, en el Gran Canal, parecía como si todo el palazzo estuviera en llamas.

El Stadmeister Finkel, en una góndola de camino de vuelta a su gorda y rubia esposa, vio las luces y suspiró. Una cosa era segura: ni el Stadmeister, ni su superior, ni ningún miembro de la administración austríaca asistiría nunca a una fiesta veneciana, dada por un veneciano. Hacia sólo un año, en el Carnaval, el Hauptmann había inaugurado él mismo un baile en la Procuratie, al que ni un solo nativo se había dignado asistir. Los elegantes oficiales se habían quedado allí esperando con sus blancos guantes e inmaculados uniformes como bigotudos bailarines despechados mientras la banda tocaba mazurcas y las velas ardían en sus soportes.

Muy débilmente ahora, oyó los acordes de un cuarteto, flotando a través de una ventana abierta.

– Der Teufel! -gruñó, girando su grueso cuello para dirigirse al gondolero-. ¿Por qué vamos tan despacio?

Tras haber dado a la banda la señal de que empezara la música, la contessa abrió del todo una ventana y se quedó allí durante un momento, mirando fuera.

Se apartó entonces de la ventana para dar una radiante bienvenida al hombre que acababa de entrar en la sala.

– Dottore… Me alegro de que sea usted. Con un poco de suerte, le tendré para mí durante unos minutos. De alguna manera en estas ocasiones uno siempre consigue hablar con la persona con quien quiere hablar. Vamos, siéntese en la ventana conmigo. En Venecia -añadió, con un repentino cambio de tono- nunca nos cansamos de la vista, al menos.

El profesor, un hombre bajo y robusto con una hermosa cabeza de ondulado cabello gris, levantó un vaso de la bandeja de un criado. Habló en un tono bajo a la contessa, que de vez en cuando se retorcía las manos.

– ¡Idiotas! -murmuró la mujer-. ¡Eso es barbarie!

El profesor extendió las manos con tristeza.

– ¿Qué hacer? Los austríacos nunca han sido rechazados. En Praga, en Cracovia, pueden coger lo que quieran. Destruir lo que les plazca. Y el emperador se comportará como un nuevo Napoleón. No creo que se sintiera feliz cuando los caballos de San Marco regresaron de París.

La contessa cerró los puños.

– Veremos las bandieras esta noche, dottore. Attilio y su hermano no tienen miedo de actuar. Pero el dinero, sí.

Se retorció las manos.

La habitación se estaba llenando. Por el rabillo del ojo, la mujer descubrió a un hombre que se encontraba con aire inseguro en el dintel. Era alto, pálido y de buen aspecto; sus ropas eran inmaculadas. La contessa giró en redondo y alargó las manos, con una encantadora sonrisa.

¡Signor Brett! Qué maravilloso que haya usted venido. Mira, Tommaseo, ¡ahora somos vecinos! Pero sí… El signor Brett ha venido directamente de América, para compartir mi vista. ¿No es así?

Se rió, y la luz jugueteó en sus ojos. Palieski sonrió.

– De haber sabido que podía compartir una vista con usted, madame, hubiera salido de América antes.

– Basta, signor -dijo la contessa levantando una mano, pero parecía encantada.

La mujer le tocó en el brazo.

– Deje que le presente a Tommaseo Zen… Es un ermitaño, pero por esta noche lo hemos podido arrastrar hasta aquí. Vive en Burano.

Chasqueó los dedos, y un vaso de prosecco apareció delante de Palieski. Antes de darse cuenta, estaba charlando con un tranquilo joven sobre la flora y la fauna de la laguna, y su vaso estaba vacío. Un criado se materializó con una botella.

– Es un tipo de almeja, también -estaba diciendo el joven-, que es único de la laguna. Existe sólo aquí, y, según tengo entendido, también en la desembocadura del río Cantón, en China.

– Quizás Marco Polo… -empezó a decir Palieski, y luego se detuvo. Una oleada de agotamiento se apoderó de él. Luchó por un momento para permanecer de pie, y se apretó el frío cristal de su copa contra la mejilla.

– Signor Brett, creo que ya conoce usted al conde Barbieri, ¿no?

Palieski se dio la vuelta. La habitación giraba vertiginosamente. Murmuró un saludo y estrechó manos.

– El signor Brett me estuvo contando cosas muy interesantes sobre su país -dijo Barbieri.

La contessa sonrió.

– ¡Dígame, amico! Díganos… ¿Qué hay de América que usted adore?

Palieski se concentró en los labios de la mujer.

– Muchas cosas -dijo con cautela-. Es un maravilloso país.

Se dio cuenta de que un silencio se había extendido por el auditorio.

– Es un país muy grande -empezó. ¿Qué había dicho el día anterior?-. Somos un pueblo de educación independiente. Que sabe comer bien. -Vio que alguien levantaba un dedo y lo agitaba hacia la multitud-. Igual que aquí, ¡en Venecia!

Era su dedo. Lo cerró de golpe y se llevó el puño a la espalda.

– Tenemos grandes ciudades, también, como Venecia -añadió, recordando-. Nueva Orleans es como Venecia. Boston es como Venecia. Nueva York es como Venecia.

Esto seguramente no era cierto, pensó para sí.

Se balanceó sobre sus talones y paseó su mirada por los reunidos, que estaban pendientes de cada una de sus palabras.

– Como Venecia… pero sin canales.

– ¿Y arte?

– Ciertamente. En vez de canales, el pueblo norteamericano tiene un deseo de arte.

La contessa parecía sorprendida. Le tomó del brazo y lo llevó a un lado.

– Me temo que lo estamos atormentando con nuestras tontas preguntas. Perdóneme.

– No, no… Es sólo… -Palieski sintió que ella le apretaba el brazo-. Un poco de sol, contessa. Me he pasado el día en la laguna. -Meneó la cabeza-. Pienso que más bien necesito un descanso.

– Pero, signor Brett, debemos excusarnos. Mandaré a Antonio que lo acompañe a casa. Cuando se sienta mejor, por favor, vuelva a visitarme.

Palieski inclinó la cabeza.

– Eso sería delicioso -murmuró. Ahora mismo, lo único que deseaba era echarse.

Una vez fuera, en la escalera, se sintió más tranquilo. Antonio, el criado, sostenía su sombrero sobre su brazo y lo acompañó escaleras abajo hasta la calle. En la puerta de su edificio, Palieski buscó la llave y encontró unas monedas.

– No, signor. Grazie a dei -dijo Antonio con una espléndida sonrisa y se marchó.

El embajador se tambaleó al entrar en el vestíbulo y se apoyó pesadamente durante un momento contra la pared. Se frotó la frente, antes de bajar por las escaleras lentamente, zozobrando como un borracho. Debía haberse quedado en la cama, desde luego… Pero entonces no habría vuelto a ver a la contessa. ¡Qué persona más encantadora! ¡Y él se había estado quejando de que todo el mundo en Venecia quería alguna cosa de él!

Giró la llave en la cerradura de su apartamento, pero la puerta estaba atascada; lo intentó de nuevo, y se abrió de golpe.

Se quitó de una patada los zapatos y cruzó tambaleándose la habitación, desprendiéndose de las ropas mientras andaba.

Stanislaw Palieski, embajador polaco en la Sublime Puerta, alias S. Brett, connaisseur, retiró la ropa de la cama y se derrumbó en ella, completamente desnudo.

Exactamente igual que la mujer que descubrió allí.

– ¡Ah! Caro mío -dijo ella extendiendo sus pecosos brazos-. Pensaba que tendría que esperar demasiado, demasiado, tiempo.

Le pareció a Palieski que la presentación había sido algo directa, a lo sumo.

Lanzó un gemido, y antes de que su cabeza llegara a la almohada, se quedó totalmente dormido.

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