Cautelosamente, Yashim empujó la puerta.
Sintió que los goznes protestaban contra su peso, pero no emitieron ningún sonido.
Cuando la puerta retrocedía, Yashim dio un paso adelante y se aplastó contra la pared.
Si se equivocaba…
Había dejado a la contessa atada a su propia cama.
Cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, vio el primer resplandor del alba a través de una grieta en una puerta rota.
Al cabo de unos momentos cruzó el vestíbulo, medio agachado, con el cuchillo en la mano, sin hacer sonido alguno en el polvo que cubría el suelo.
Había estado allí antes. El hammam donde María había sido encerrada estaba en la planta baja, a su izquierda, en la parte trasera del viejo y enorme edificio. Allí el techo estaba hundido, con listones rotos que se desprendían; el piso, arriba, estaba probablemente podrido. Pero la contessa había subido a la partida de Eletro.
A través de un resquicio de la puerta miró hacia arriba, al cielo. Carla había mencionado un patio central, y si bien eso no era típico de un palazzo veneciano, era exactamente lo que Yashim habría esperado de un han otomano. El patio, hasta donde podía ver, estaba atiborrado de montones de plantas… algunos árboles, una enorme higuera, y una maraña de zarzas que habían crecido en el empedrado. Estaría rodeado de almacenes, donde las mercancías de los comerciantes serían guardadas, lugares húmedos y muy oscuros. El Fondaco dei Turchi carecía casi totalmente de ventanas. En la planta baja no había ninguna en absoluto. Por encima, sólo una o dos pequeñas aberturas a cada lado. Los otomanos habían querido un capullo seguro… a salvo de ladrones, a salvo de infieles.
Un lugar perfecto para ocultarse.
Cerró los ojos y trató de imaginarse la parte delantera del Fondaco, tal como lo había visto desde la ventana de la contessa. En el canal, un pequeño muelle, a medio construir; tras él, más o menos unos ocho arcos de columnas formaban una galería. Una fila de columnas más cortas encima formaba una logia que, como la arcada inferior, corría casi a lo largo de toda la fachada, aunque a cada lado, en ambos pisos, tres o cuatro arcos habían sido tapiados.
En la sala o salas de la logia habría luz; pero cualquiera que estuviera en ellas sería invisible desde el canal.
La puerta estaba completamente atascada, de manera que siguió su camino palpando a través de las habitaciones de la planta baja, hasta llegar a una abertura baja que daba al patio. Sacó las piernas por encima del alféizar y se dejó caer en una galería abierta, llena de baúles rotos, fardos de paja en putrefacción, cajas y barriles vacíos; los restos de un comercio abandonado.
Se preguntó dónde estaría el tártaro. Esperaba que se encontrara en algún lugar sobre su cabeza… quizás donde la contessa y sus amigos habían jugado, en unas habitaciones que daban al Gran Canal.
Cautelosamente, empezó a abrirse camino a lo largo de la arcada, manteniéndose en las sombras más espesas, aprovechando cualquier cobertura que la basura a su alrededor pudiera proporcionarle. Al final de la galería tenía que salir al aire libre, para llegar al pórtico que él suponía que lo conduciría a las escaleras.
Se agachó y corrió rápidamente a través de la arcada, deslizándose con la espalda pegada a la pared hasta el pie de las escaleras, donde se detuvo a escuchar.
Cruzó hasta la otra pared y empezó a subir por las escaleras, forzando sus ojos bajo la media luz.
Trató de no pensar en que podía haberse equivocado. En vez de ello, se concentró en su instinto, que le decía que el asesino estaba esperando sobre su cabeza, detrás de la puerta que daba a la gran sala donde el propio sultán había jugado a las cartas.
Nuevamente se detuvo y escuchó.
Algo que la contessa le había dicho se abrió paso en su mente… pero luego se esfumó al llegar al recodo de la escalera y encontrarse junto a una fila de ventanas sin cristales separadas por esbeltas columnas. Se habían detenido allí, el sultán y sus amigos, para contemplar las luces del patio.
No había luces ahora, cuando Yashim se acercó poco a poco a la ventana; pero, a través de los árboles y las malas hierbas, la incipiente aurora revelaba franjas de piedra más clara en el oscuro pavimento del patio, dejando entrever el esquema que él ya conocía tan bien.
Echó la cabeza hacia atrás. La oscura presencia de un portal se alzaba encima, pero resultaba imposible ver si la puerta estaba abierta o cerrada. Yashim permaneció quieto, inseguro de si debía seguir adelante o retroceder. La puerta debía de estar cerrada, pensó. De lo contrario, recibiría luz por detrás, aunque débil, de la que iba brillando cada vez más en el Gran Canal.
Fue un gato, o, como le pareció momentáneamente a Yashim, el fantasma de un gato, lo que le salvó la vida. Porque cuando se materializó vagamente e inexplicablemente en la puerta, Yashim finalmente recordó lo que la contessa le había dicho.
Lo que, a la media luz, parecía una puerta cerrada en lo alto de las escaleras era sólo una cortina que colgaba del dintel.
Yashim se dejó caer al suelo, dio una voltereta y quedó tendido contra las escaleras justo en el momento en que la cortina estallaba con un brillante resplandor. Luego se retorció y, con la cabeza por delante, empezó a bajar por las escaleras.
Detrás de él oyó el sonido de una pistola que estaba siendo amartillada.
Cuando se dio la vuelta en redondo, el tártaro ya estaba allí, perfilada su silueta contra la naciente luz, mirando fríamente hacia abajo, en la oscuridad, con la pistola en su mano.
La mano de Yashim se cerró sobre algo pequeño y duro que descansaba a su lado, en el escalón. Era un recipiente de vidrio, lo bastante grande para sostener una vela.
Lo arrojó, y el objeto tintineó al romperse en pedazos a los pies del tártaro. Yashim se apretó contra las escaleras.
El tártaro saltó hacia atrás y volvió a disparar, a ciegas.
Dos cañones. Ambos abrieron fuego.
– Se ha terminado. La matanza se acabó -dijo Yashim.
Cogió su cuchillo por la punta, protegido por la oscuridad que reinaba a sus espaldas, y empezó a ponerse de pie con terrible lentitud.
El tártaro inclinó la cabeza, como para oír mejor.
– ¿Reshid le dijo eso?
– Es sólo la verdad, amigo mío.
El tártaro consideró esa afirmación en silencio.
– Me dijeron uno más -dijo finalmente-. No es necesario que sean dos.
Sin embargo, el tártaro no se movía.
– Deje que le diga algo, effendi. En los viejos tiempos, cuando mi pueblo hacía la guerra, cabalgábamos hacia el Oeste, durante días y semanas, detrás de nuestro jefe. Cabalgábamos deprisa, sin tocar nada, sin detenernos para nada. Viéndolo todo.
– Ya sé cómo luchan los tártaros -replicó Yashim, moviéndose despacio-. Conozco a vuestro kan.
Estaba casi preparado.
El tártaro giró la cabeza y escupió.
– Antes -dijo-, teníamos un kan. Cuando hubimos cabalgado durante un largo, largo camino, pero sólo en el momento que él decidió, hicimos dar la vuelta a nuestros caballos hacia el Este, hacia casa.
Sí, pensó Yashim. Y entonces empezó el pillaje. El saqueo, la quema de pueblos, las montañas de muertos; los convoyes de esclavos atados.
– Éramos moderados -dijo el tártaro-. Habíamos visto lo que deseábamos, lo cogimos, y cabalgamos hacia nuestro hogar. Nada más.
Estaba retrocediendo ahora, apartándose de la luz.
– Así que ya ve, effendi -dijo el tártaro-. Me mandaron a Venecia… Y pronto, yo también voy a volver a casa.
El tártaro se había ido.
Yashim saltó hacia las escaleras. Al tártaro le llevaría sólo unos momentos volver a atacar.
En lo alto, apartó de un manotazo la cortina.
Era una enorme sala, vacía excepto por una pequeña mesa cuadrada y una silla rota apoyada en una posición absurda en la pared trasera. Estaba iluminada por una columnata que discurría a todo lo ancho del edificio… casi. Al otro extremo había una puerta vacía practicada en una pared de planchas y yeso pandeado; quizás el asesino se había agachado allí. Quizás ya había cargado y amartillado el arma, y estaba esperando a que Yashim diera un paso adentro.
Mientras se lo pensaba, Yashim oyó que algo rascaba en la ventana, o más allá. Levantó la mirada. Ya las primeras barcazas estaban abriéndose camino en el canal. Lanzándose hacia delante, se encaramó, con los pies primero, a la ventana más próxima y se dejó caer en la logia.
Bajo el balcón había un cobertizo cubierto de tejas rotas.
Más allá estaba el canal.
Yashim se estiró hacia delante, buscando la superficie del agua. A unos centenares de metros, donde el canal se curvaba, reconoció la silueta de la Ca' d'Aspi.
Diez minutos sin parar. Diez minutos corriendo a través del laberinto de calles venecianas.
Pero menos para un poderoso nadador; mucho menos. Trescientos metros en línea recta.
Y el tártaro llevaba una cabeza de ventaja.
Se balanceó sobre la balaustrada, sosteniéndose en una esbelta columna.
Bajo él había una barcaza atiborrada de leña. La empujaban dos remeros; había otro al timón, y la embarcación se movía deprisa.
Cuando Yashim se dejó caer sobre la masa de tejas rotas, éstas empezaron a resbalar.