Capítulo 18

Palieski retorció el alambre, y el corcho saltó con un estallido en su mano.

– Brillat-Savarin -dijo el conde Barbieri.

Palieski sabía exactamente a qué se refería el conde.

Brillat-Savarin, el gastrónomo francés, había establecido un hecho sensacional, que ponía en duda toda la sabiduría reconocida.

Después de la batalla de Waterloo, los regimientos británicos estacionados en la Champagne habían saqueado los lagares. Las botellas fueron abiertas, bebidas a grandes tragos y arrojadas a los setos; los buenos vinos desaparecieron indiscriminadamente. Cuando el orden fue restaurado, las bodegas de champán estaban arrasadas.

– Los champañeros pensaron que los británicos los habían arruinado -empezó a decir Palieski-. Hasta que cada club de Londres…

– ¡Pidió otras doce docenas de cajas! -exclamó sonriendo Barbieri-. Los champañeros hicieron su fortuna.

– Es usted realmente un optimista, conde Barbieri.

– Un realista, signor Brett.

Palieski unió sus manos bajo la barbilla.

– Estoy buscando un Bellini.

Gianfranco Barbieri procedía de una larga estirpe de aristócratas venecianos que había sido educada, como los aristócratas en todas partes, para no revelar fácilmente sus sentimientos. Pero ahora abrió los ojos de par en par y dejó escapar un silbido.

– ¡Bellini! No. Bassano, sí. Longhi, Ricci, Guardi, no serían demasiado problema. ¡Pero Bellini! Eso sería un milagro. -Sopló sobre las yemas de sus dedos, y rió-. Tendría que robarlo.

– Pues eso es lo que mi país desea -explicó Palieski-. Algo de primera categoría. Mejor una obra de un maestro como Bellini, que una galería completa de pintores menores.

– No, no. Debe usted empezar lentamente. Como nosotros.

Palieski se arrodilló en el asiento de la ventana y contempló el Gran Canal.

– Conde Barbieri -empezó-. Si, por algún golpe de fortuna, alguien en Venecia estuviera en disposición de sacar un Bellini al mercado -es una sugerencia hipotética-, usted estaría enterado, ¿no?

El conde se encogió de hombros.

– Si se ofreciera a través de los canales habituales, entonces sí, yo tendría conocimiento de ello. Pero en el caso de semejante cuadro… bueno. Esto es Venecia, signor Brett. No todo el tráfico pasa por el Gran Canal.

– Comprendo -dijo el americano.

Barbieri dejó su copa.

– Me esperan en la ópera, signor Brett. No hay motivo para sentirse decepcionado. Si algún Bellini fuera a aparecer repentinamente… Mientras tanto, puedo mostrarle a usted al menos tres obras que le encantarían. Provocarían un revuelo si fueran exhibidas en Londres o París. Y hay una cuarta, creo, que también le interesaría.

Se estrecharon las manos en la puerta.

– Su vecina es una vieja amiga mía. Carla d'Aspi d'Istria. Va a celebrar una pequeña reunión mañana por la noche. Mándele su tarjeta. Estoy seguro de que estará encantada de conocerlo.

Un poco más tarde, el signor Brett dio algunos pasos por el callejón hasta una gran puerta de color verde, donde entregó su tarjeta a su vecina.

En el camino de vuelta, miró dentro del café. Estaba hambriento. Algo olía bien. Pidió vino y un plato de arroz. Para asombro suyo, éste llegó con un aspecto negro, como si se hubiera quemado.

– Risotto tinto de sepia -explicó la muchacha. Palieski se lo comió todo. Estaba delicioso. Pero era muy negro, y el americano no podía librarse completamente de la impresión de que le habían ofrecido la muerte en un plato.

Загрузка...