Gianfranco Barbieri se pasó las manos por el cabello. Se disponía a llamar cuando la puerta se abrió.
– ¿Conde Barbieri? -dijo el americano-. Es muy amable por su parte haber venido.
El conde sonrió, mostrando unos finos dientes.
– Me encantó recibir su tarjeta, signor Brett. ¿Estará usted confortablemente instalado en Venecia, confío?
Brett hizo una reverencia.
– He visto una docena de buenas iglesias, dos docenas de soldados… y un cuerpo en un canal.
Se echó para atrás con el fin de permitir a su huésped entrar en el apartamento.
Barbieri respondió con una indeterminada sonrisa y se acercó a la ventana, donde contempló el Gran Canal como si lo viera por primera vez.
– ¿Champán?
Un taponazo, un chasquido; vino burbujeando y luego menguando en las amplias y poco profundas copas de cristal de Murano. A Barbieri le pareció como si los sonidos del canal se hubieran intensificado, sus colores y movimientos se hubieran hecho más vividos. Hacía muchos meses que no probaba auténtico champán.
Brett le tendió una copa, y brindaron.
– Lo siento -dijo Barbieri-. Una tragedia… Yo conocía a aquel hombre. No muy bien, comprenda usted, pero… -Lanzó un suspiro-. Estas cosas ocurren, incluso en Venecia. Confío en que un suceso desagradable como ése no estropee su estancia.
– Nada por el estilo -le aseguró Brett.
– Admiro su elección de la época, signor Brett. A menudo pienso que Venecia está en su mejor momento en esta época del año. El calor. La luz, ¿El Carnevale? Demasiado frío. -Tomó un sorbo de champán. Era muy bueno-. Pero usted debe de saber eso ya, tal vez.
– ¿El Carnaval? No. Nunca había estado en Venecia, lamento decirlo.
– ¿Procede usted de Nueva York?
– Tengo mi base en la ciudad, sí.
– En Venecia estamos un poco obsesionados con el pasado. Com’era, dov'era… Tal como era, dónde estaba… Un refrán muy veneciano… y dicho más bien demasiado a menudo, pienso. Me gustaría visitar su país algún día. Un joven país. Nosotros tendemos a olvidar que Venecia fue antaño una serie de fangosas islitas, habitadas por refugiados procedentes de tierra adentro. -Hizo un gesto hacia la ventana-. Al igual que usted hoy, signor Brett, tenemos que ir construyendo todo esto, poco a poco.
– Yo estaría orgulloso si hiciéramos a Nueva York la mitad de hermosa -dijo Brett.
– ¿Quién sabe, signor Brett? Será otra clase de belleza, imagino. La belleza de la era de la máquina.
– Basada en el comercio.
– Desde luego. -Barbieri sonrió-. El comercio es una expresión muy pura de la energía humana. La moderna Venecia es apática, pobre y no produce arte. ¿Por qué? Porque no hay arte sin un mecenas. Y uno solo no es suficiente. Hace falta una ciudad opulenta y enérgica para producir hombres ricos, que luego rivalicen entre ellos para hacer salir lo que es hermoso. -Se tocó la cicatriz de su labio con la lengua-. ¿Hay hombres ricos en Nueva York?
– Cada día más -dijo Brett.
– Así fue en Venecia, antaño. Las especias, quizás, fueron lo que ahora sus pieles. -Se rió-. Perdóneme, he caído en mi propia trampa… Pensar como cualquier veneciano, en el pasado.
– Yo también pienso en él -dijo Brett.
– Desde luego. -Barbieri asintió seriamente-. Se pueden exagerar las comparaciones, y sin embargo -levantó las manos como si estuviera agarrando un globo-, no creo que Venecia hubiera llegado a convertirse en lo que es ahora sin hombres como nosotros.
– ¿Como nosotros?
– Nosotros explotamos, en nuestra época, los tesoros que otros habían acumulado. Un león de Patras, para el Arsenale. Una columna de Acre… ¡a la Piazzetta! Incluso el cuerpo de San Marco… Lo trajimos de Alejandría. Vaya a la iglesia de San Marco, ¿y qué encontrará? Un diccionario geográfico. Una guía enloquecida, envejecida, de las ciudades del mundo antiguo. Mármoles preciosos, estatuas enigmáticas… Y todo ello metido en un edificio que reproduce el movimiento de las olas. Arrancamos los tesoros del Oriente, y con ellos, lenta, cautelosamente, forjamos nuestro estilo.
Hizo un gesto hacia la ventana.
– Pero los cogimos, en su mayor parte, de Estambul, Constantinopla, tal como se llamaba entonces. Saqueamos y peinamos una ciudad que no había sido vencida por la fuerza de las armas en ochocientos años.
– Ustedes, al menos, preservaron lo que se llevaron -dijo Brett-. Los caballos de bronce de Lisipo, por ejemplo.
– Y los huesos de los santos, y los relicarios, y el oro. Robamos cristal hecho en Antioquia, e iconos pintados por los apóstoles de Cristo. Antes habíamos sido urracas, signor Brett, arrebatando todo lo que estaba disponible, y era hermoso y brillante. En 1204 nos llevamos una prestigiosa biblioteca entera.
Brett asintió. Barbieri sonrió.
– Ustedes, signor Brett, son los venecianos ahora. Y Venecia es, por supuesto, Estambul. -Hizo una pausa-. Dígame, ¿en qué puedo ayudarlo?
Brett sirvió un poco más de champán.
– Es usted un cínico en el fondo, conde Barbieri.
– En absoluto. Quizás los Barbieri finalmente han producido un optimista.
– ¿Un realista?
Barbieri sonrió.
– Es lo mismo.