Yashim miró por la ventana, a tiempo de ver al Stadtmeister sentándose rígidamente en la góndola, y secándose la frente con un pañuelo. Enfrente se hallaba sentado Vosper, con los hombros hundidos.
La góndola zarpó con un perezoso movimiento.
De haber estado Vosper menos abatido, o el Stadtmeister menos rígido en la derrota, podrían haber visto que otra góndola llegaba a las escaleras del Palazzo d'Aspi. No habrían reconocido a Palieski, pero sí al hombre que iba sentado a su lado.
– Palieski tenía razón -murmuró Yashim-. Venecia es exactamente como un teatro.
– ¿Palieski? -dijo la contessa-. ¿Quién es Palieski?
Yashim sonrió.
– El conde Palieski es el hombre que mandé a Venecia a buscar el Bellini. Tú lo conoces como «signor Brett».
La contessa se llevó una mano a la garganta.
– El lancero.
– ¿Lancero? -Palieski era el amigo más antiguo de Yashim, pero aún había cosas que nunca habían discutido entre ellos-. Es el embajador polaco en Estambul.
Ella asintió con la cabeza, empezando a comprender.
– Entonces él también es uno de nosotros. Uno de los desposeídos. -Se envolvió uno de sus puños con la otra mano-. He sido una estúpida.
Yashim pudo oírlos ahora, en la escalera.
– Pensé -al principio- que él era el asesino.
– ¿Palieski? Pero eso es…
– ¿Ridículo? Pero vino a buscar el Bellini. No conocía el esquema.
– No. -Yashim consideró la situación-. Eso es lo que tú estabas esperando, ¿verdad?
Antes de que ella pudiera contestar, Palieski y Brunelli aparecieron en la habitación.
– Comisario, conde Palieski -los saludó Carla con una ligera inclinación.
Palieski dio un ligero brinco y miró a Yashim.
– Nada de signor Brett, ¿eh?
– Su amigo otomano fue muy inteligente -dijo la contessa-. Y yo he sido muy estúpida. Debería haberlo supuesto… la Legión polaca.
Palieski inclinó la cabeza.
– Los lanceros, contessa. En Italia, bajo Dabrowski. Más tarde, los ulanos del Vístula. Lanza y sable. -Se encogió de hombros-. No están de moda ahora, como usted dijo.
La contessa se rió.
– Eso le pasa sólo al sable. Los hombres guapos nunca pasan de moda.
– Las cosas han cambiado desde ayer -dijo Yashim-. Yo alcancé a un asesino.
Les contó los acontecimientos de la noche. Explicó cómo el tártaro había sido barrido por un torrente de agitada espuma.
– Eso -dijo Brunelli con expresión soñadora -me gustaría haberlo visto.
– Era un asesino profesional. Mató a tres personas aquí.
– ¿Y cómo las encontró?
– En cuanto a eso, creo que alguien se las señalaba. Alguien que firmó su propia sentencia de muerte tan pronto como el último nombre fue comunicado.
– Ruggerio -dijo Brunelli.
– ¿Está muerto?
Brunelli asintió.
– Jugaba un juego peligroso, Yashim Pachá.
Yashim permaneció en silencio un rato. Era Ruggerio, por supuesto.
– Sirvió al duque de Naxos -dijo Carla.
– Así es como supieron de él, quizás. Pero Ruggerio y el tártaro… ¿Cómo se juntaron? Aquí, en Venecia.
Brunelli se encogió de hombros.
– Quizás no lo sepamos nunca -sugirió.
– Quizás no. -Yashim parecía pensativo-. Quizás no.
La contessa hizo una profunda inspiración.
– Tengo algo que darte, Yashim. Comisario, ¿le importa? No es pesado, pero me resulta un poco difícil llegar a él.
Salieron juntos, y Palieski le contó a Yashim lo del cura de Maria, y que el muchacho lo había reconocido.
– Yashim -dijo el polaco-. No estás escuchando.
– Tengo un presentimiento de que algo va a salir mal.
Y, en efecto, Brunelli entró con paso cansino. Tras él venía Carla, que parecía muy pálida.
– El cuadro -dijo, en un tono de asombro aturdido-. ¡Ha desaparecido!