Capítulo 110

Yashim miró por la ventana, a tiempo de ver al Stadtmeister sentándose rígidamente en la góndola, y secándose la frente con un pañuelo. Enfrente se hallaba sentado Vosper, con los hombros hundidos.

La góndola zarpó con un perezoso movimiento.

De haber estado Vosper menos abatido, o el Stadtmeister menos rígido en la derrota, podrían haber visto que otra góndola llegaba a las escaleras del Palazzo d'Aspi. No habrían reconocido a Palieski, pero sí al hombre que iba sentado a su lado.

– Palieski tenía razón -murmuró Yashim-. Venecia es exactamente como un teatro.

– ¿Palieski? -dijo la contessa-. ¿Quién es Palieski?

Yashim sonrió.

– El conde Palieski es el hombre que mandé a Venecia a buscar el Bellini. Tú lo conoces como «signor Brett».

La contessa se llevó una mano a la garganta.

– El lancero.

– ¿Lancero? -Palieski era el amigo más antiguo de Yashim, pero aún había cosas que nunca habían discutido entre ellos-. Es el embajador polaco en Estambul.

Ella asintió con la cabeza, empezando a comprender.

– Entonces él también es uno de nosotros. Uno de los desposeídos. -Se envolvió uno de sus puños con la otra mano-. He sido una estúpida.

Yashim pudo oírlos ahora, en la escalera.

– Pensé -al principio- que él era el asesino.

– ¿Palieski? Pero eso es…

– ¿Ridículo? Pero vino a buscar el Bellini. No conocía el esquema.

– No. -Yashim consideró la situación-. Eso es lo que tú estabas esperando, ¿verdad?

Antes de que ella pudiera contestar, Palieski y Brunelli aparecieron en la habitación.

– Comisario, conde Palieski -los saludó Carla con una ligera inclinación.

Palieski dio un ligero brinco y miró a Yashim.

– Nada de signor Brett, ¿eh?

– Su amigo otomano fue muy inteligente -dijo la contessa-. Y yo he sido muy estúpida. Debería haberlo supuesto… la Legión polaca.

Palieski inclinó la cabeza.

– Los lanceros, contessa. En Italia, bajo Dabrowski. Más tarde, los ulanos del Vístula. Lanza y sable. -Se encogió de hombros-. No están de moda ahora, como usted dijo.

La contessa se rió.

– Eso le pasa sólo al sable. Los hombres guapos nunca pasan de moda.

– Las cosas han cambiado desde ayer -dijo Yashim-. Yo alcancé a un asesino.

Les contó los acontecimientos de la noche. Explicó cómo el tártaro había sido barrido por un torrente de agitada espuma.

– Eso -dijo Brunelli con expresión soñadora -me gustaría haberlo visto.

– Era un asesino profesional. Mató a tres personas aquí.

– ¿Y cómo las encontró?

– En cuanto a eso, creo que alguien se las señalaba. Alguien que firmó su propia sentencia de muerte tan pronto como el último nombre fue comunicado.

– Ruggerio -dijo Brunelli.

– ¿Está muerto?

Brunelli asintió.

– Jugaba un juego peligroso, Yashim Pachá.

Yashim permaneció en silencio un rato. Era Ruggerio, por supuesto.

– Sirvió al duque de Naxos -dijo Carla.

– Así es como supieron de él, quizás. Pero Ruggerio y el tártaro… ¿Cómo se juntaron? Aquí, en Venecia.

Brunelli se encogió de hombros.

– Quizás no lo sepamos nunca -sugirió.

– Quizás no. -Yashim parecía pensativo-. Quizás no.

La contessa hizo una profunda inspiración.

– Tengo algo que darte, Yashim. Comisario, ¿le importa? No es pesado, pero me resulta un poco difícil llegar a él.

Salieron juntos, y Palieski le contó a Yashim lo del cura de Maria, y que el muchacho lo había reconocido.

– Yashim -dijo el polaco-. No estás escuchando.

– Tengo un presentimiento de que algo va a salir mal.

Y, en efecto, Brunelli entró con paso cansino. Tras él venía Carla, que parecía muy pálida.

– El cuadro -dijo, en un tono de asombro aturdido-. ¡Ha desaparecido!

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