Era poco antes de las ocho cuando Palieski regresaba a su apartamento, desde el hotel donde había pasado la noche.
Encontró a tres jóvenes de hinchados rostros forcejeando con su ropa interior.
– Hemos de volver al consulado -gimió Compston, cubriéndose los ojos de la luz-. A recoger nuestras cosas. -Sacó su reloj de bolsillo y lo miró; una expresión de horror se extendió por sus enrojecidos rasgos-. ¡Oh, Dios mío! ¡Fizerly! ¡Disponemos sólo de media hora!
– Me he cuidado de todo -dijo Palieski animadamente-. He hecho enviar las cosas al barco.
Los ojos de Compston se llenaron de lágrimas.
– Palieski, viejo amigo. No… no sé qué decir. Es usted el tipo más estupendo que he conocido nunca.