– He traído raki -dijo Palieski, sacando una botella de la bolsa-. Quería sentirme adecuadamente en casa.
Yashim fue en busca de dos vasos decorados y una jarra de agua. Puso unas aceitunas sobre la mesa. Sirvió unas alcachofas sobre un plato, junto con las berenjenas. Cortó el pan y lo dejó sobre la tabla, que colocó sobre la mesa, con el yogur.
Palieski sirvió un par de dedos de raki en cada vaso, y lo volvió lechoso con el agua.
Tendió uno a Yashim.
– Prosit!
Cuando hubieron bebido, se sentó, comió una aceituna lanzándola al aire y miró a Yashim con expectación.
Éste movió la cabeza, aclarando sus pensamientos.
– ¿Cómo está Martha?
– Te hablaré de Martha más tarde -dijo Palieski-. Quiero saber si has sabido algo de Reshid.
Yashim levantó una alcachofa hasta su boca. Tenía muy buen sabor.
– Yashim.
– Lo he visto esta tarde, en el hammam.
– ¿No sabe lo de Venecia, entonces?
– Lo supo cuando yo se lo conté.
Palieski lo miró fijamente.
– Eso es una sentencia de muerte. Para ti y para la contessa. ¿Quién va a decir que no estaba cumpliendo con su deber, protegiendo el honor del sultán?
Yashim tomó un sorbo de raki.
– Yo -replicó-. Y él lo sabía, también.
Palieski frunció el ceño.
– ¿Tú contra él?
Yashim se secó las manos con una servilleta y la dejó sobre la mesa.
– ¿Recuerdas al duque de Naxos? Carla dijo que el título habría revertido al sultán, a la muerte de Joseph Nasi.
– Por eso lo usó Abdülmecid.
– No, Palieski. Abdülmecid no era sultán entonces. Era sólo el príncipe heredero.
– Sutilezas, Yashim.
– Tal vez. La impostura es endémica en Venecia -dijo Yashim-. ¿Cómo sabemos que el duque de Naxos que fue a Venecia en el Carnaval era realmente el sultán?
Palieski se encogió de hombros.
– Carla lo reconoció, Yashim. Y después… el tártaro. Los asesinatos. Tapando una indiscreción juvenil.
– Una indiscreción, sí -replicó Yashim-. Fue cometida por un hombre al que nadie conocía realmente. Llevaba una máscara, y se hacía llamar el duque de Naxos. El último duque fue Joseph Nasi. ¿Quién era éste, realmente? Un turco, no. Un intruso. Y tampoco un amigo de Venecia.
– No, pero ¿qué importa eso?
– Me molesta la idea de que el sultán pudiera haber ido a beber y a jugar a Venecia, Palieski. Pero hay algo más. -Se mordió el labio-. He visto a la Valide hoy. Abdülmecid la ha instalado en el Quiosco Bagdad.
– Bien hecho.
Yashim asintió con la cabeza.
– Ella mencionó lo inocente que era ante la vida, también. Pero no se trata de eso. ¿Bien hecho, dices? Sí. Abdülmecid quizás se desmandó una vez en su vida, pero estaba bien educado. Un caballero otomano, por joven que sea, no hace visitas adoptando la personalidad de un enemigo. Y Nasi era un implacable enemigo de Venecia.
Palieski estaba inmóvil.
– Tienes razón, Yashim. Yo no había pensado en eso. Sea lo que sea que hayan sido los sultanes en su época, siempre han mantenido, ¿qué?… unas maneras. Incluso Mahmut, pobre tipo. Era un gran oso, pero no podías criticarle sus modales.
Pinchó una alcachofa.
– Pero, si el duque no era el sultán, ¿quién era?
– Reshid Pachá.
Palieski se atragantó, de modo que Yashim se levantó para traerle un vaso de agua.
– Eso, por supuesto, lo cambia todo -balbuceó Palieski.
– ¿Todo? No. El esquema no cambia. Carla pensó que reconocería al duque. Y Ruggerio estaba vigilando, ¿no? El guía profesional, cuyo talento era juzgar a las personas que conocía. Creo que algo en la forma en que Carla se comportaba lo alertó, también.
Palieski echó raki en su vaso, obteniendo una mezcla nebulosa.
– Y él informó sobre ellos… A los austríacos.
– El mismo patrón -dijo Yashim-. No sé cuándo Reshid se dio cuenta del error. Y no lo corrigió. Ésa fue su vanidad.
– Y se pensó que el duque de Naxos era el sultán.
– Sí. Reshid permitió que la gente creyera que el sultán había estado en Venecia.
Yashim cogió una tira de berenjena y se la comió.
– Sólo cuando el sultán accedió al trono, Carla hizo que Metin Yamaluk le insinuara al sultán lo del cuadro. Quería ser discreta, tanto por ella como por él.
– Darle la oportunidad de ignorarla delicadamente, si lo deseaba -dijo Palieski.
Yashim extendió las manos.
– En vez de ello, el sultán quedó intrigado. No tenía nada que ocultar. No sabía nada sobre la contessa. Nunca había estado en Venecia. Simplemente quería obtener más detalles sobre la insinuación. Deseaba el cuadro.
– Y cuando envió a buscarte -razonó Palieski-, Reshid tuvo que dar un paso.
– Se movió deprisa. Me obligó a detenerme.
Palieski juntó los labios.
– Decidió aprovecharse de lo que los austríacos ya creían, Yashim. Y envió al tártaro para eliminar a todos los testigos. Alguien de su pueblo. La madre de Reshid es tártara.
Yashim asintió.
– Tenía asimismo la intención de recuperar las acusadoras cartas de amor que Reshid había enviado a Carla.
– ¿Cartas de amor? Yo creía que estábamos tratando con deudas de juego. Un pagaré.
– Yo también, hasta que Carla me dijo la verdad. O la media verdad. En aquel momento ambos creíamos que las cartas habían sido escritas por el sultán.
– Pero… desaparecieron, ¿no? ¿Junto con el cuadro?
Yashim miró a su amigo a los ojos.
– Reshid no sabe eso. Piensa que las tengo yo.
Palieski alargó la mano para coger el raki y sirvió otro trago a los dos.
– ¿Y qué va a hacer ahora?
Yashim movió la cabeza.
– No veo ninguna salida. Sólo nos queda esperar.
Palieski soltó un bufido.
– Lo siento, Yash. Hacer que pienses en comida, en un momento como éste… No debería haber venido.
Empezó a frotarse las muñecas, inconscientemente.
– Tenemos que comer -dijo Yashim-. ¿Y cómo está Martha?
Palieski dirigió sus ojos al techo, pensativamente.
– Da la casualidad de que tengo noticias más bien extrañas.
– ¿Va a casarse?
– ¿Casarse? -Palieski parecía asombrado-. Santo Dios, Yashim. Eres morboso. No, gracias a Dios, no va a casarse. Ha vuelto a casa. -Movió la cabeza negativamente-. Y lo ha limpiado todo. Todo. Y me ha arreglado los libros de un modo diferente.
– Ya lo vi -admitió Yashim-. No quería decírtelo.
– No, bueno, reconozco que me sentí bastante agraviado. Había dejado un montón de libros sobre la mesa, en el vestíbulo. Folios, algunos de ellos… un historia de la iglesia, por Foulbert. Una interesante visión de conjunto del siglo diecisiete de las islas griegas, de un holandés, escrito en latín, no muy preciso, pero… Bueno, de todos modos, eso no es importante. La cosa es que he estado dejando libros sobre esa mesa durante semanas en mis entradas y salidas al jardín. ¿No recuerdas haber venido al jardín cuando todo esto empezó? Y está un poco oscuro ahí.
– Un poco oscuro. ¿Y?
– Cuando Martha empezó a cambiar el montón de sitio, encontró una carta pegada entre dos libros. Debió de haber quedado sobre la mesa, y yo no la vi.
– ¿Una carta?
– La encontré apoyada en la repisa de la chimenea cuando llegué a casa. Escudo de armas en el sobre, en tinta verde, en relieve.
– ¿De palacio?
– Una invitación, Yashim. Al baile inaugural del sultán. -Palieski enterró la cara en el vaso-. Tenía medio pensado saltármelo, de todos modos -murmuró.
Yashim miró a su amigo, sin sonreír.
– El signor Brett iría -dijo-. El signor Brett tiene el traje adecuado.
Palieski se encogió de hombros.
– Tú sabes que odio esa clase de cosas.
– El honor de los polacos…
– El deshonor, más bien. Y un champán malo.
– El embajador austríaco habrá hablado con Károly, para entonces.
– ¿Y?
– Piensa en la cara de Pappendorf -dijo Yashim.
Se miraron mutuamente por encima de sus gafas.
– ¡La cara de Pappendorf! -repitió Palieski con felicidad-. Prosit!