Capítulo 59

– ¡Aja! ¡Maria Contarini! ¡La ducesa en persona! ¡A buena hora llegas a casa, desde luego… y tu padre muriéndose de preocupación, y sin un alma para ayudar a tu madre a cuidar de tus propios hermanos y hermanas!

Mamma, yo

– ¡Mira en qué estado vienes! -silbó la signora Contarini. Agarró a la muchacha del brazo y la obligó a entrar en la ruinosa choza, cerrando de golpe la puerta. Una docena de pares de ojos habían visto a su hija volver a casa.

– Ese hermoso vestido, ¡es un harapo! Madonna… ¡Si no tuviera más trabajo que el que el Señor nos envía, hace horas que me habría muerto de preocupación, Maria Contarini! ¿Dónde están tus zapatos? ¿Qué le ha pasado a tu vestido?

Echó una mirada a la hinchada cara de Maria, y se llevó la mano a la boca.

– Dios mío, Dios mío, ¿qué te ha hecho?

Sus poderosos brazos atrajeron a la muchacha a su pecho.

– ¡Maria, mia ragazza!-Estiró los brazos en toda su longitud, para verla mejor-. Ti prego! -Su voz bajó una octava.

»Si encuentro al hombre que te ha hecho esto, lo haré pedazos con mis propias manos… Yo, que te traje al mundo, ¡mi pequeña!

Volvió a abrazar a Maria, luego la apartó otra vez para inspeccionar sus destrozados vestidos, su pálida y magullada cara y los verdugones de sus muñecas.

Finalmente la signora envolvió a Maria en un húmedo abrazo.

– Voy a comprar carne -declaró ampulosamente, acariciando el negro cabello de Maria.

– Mamma, por favor. El hombre de fuera…

– El espantajo. ¿Él te hizo eso?

– No, mamma. Él me sacó. ¿Por favor?

Maria fue hacia la puerta.

– ¿Qué estáis todos mirando? -gritó. El patio estaba lleno de brazos cruzados. Encima de aquellos brazos, docenas de ojos curiosos.

Pero el hombre que la había traído de vuelta no aparecía por ninguna parte.

– ¿Lo habéis visto? ¿Lo habéis visto marcharse?

Una mujer escupió.

– Se ha ido -dijo torvamente-. Menuda pinta tienes.

Maria lanzó una salvaje mirada alrededor del patio, y volvió a entrar en la choza, dando un portazo.

Finalmente, de pie en el cuchitril manchado por el humo que les servía de cocina, su barbilla tembló y rompió a llorar.

– Ma poverina -la arrulló su madre, poniéndole su toca y atrayéndola a sus brazos, todo al mismo tiempo-. No te preocupes por ellos, tú siéntate aquí y tu hermano cuidará de ti. ¡Aurelio!

Una oscura figura que arrastraba los pies salió de las sombras que rodeaban la chimenea.

La signora Contarini hizo un gesto con la cabeza, y se marchó majestuosamente con la nariz levantada.

Como muchos venecianos, la signora no gustaba de comer mucho pescado, que podía ser adquirido sin problemas, pues era muy barato. Su familia sólo lo comía cuando la Iglesia lo ordenaba. En general los alimentaba con una dieta de cebolla, ajo, verduras y polenta; unas pocas setas, en temporada, un poco de risotto y de vez en cuando un trozo de panceta podía hacer su aparición en la cocina.

Para comprar carne se dirigió nada menos que hasta el Rialto, y se pasó mucho rato estudiando las diferentes clases, sopesando las ventajas relativas de la ternera -que hacía el mejor caldo- o la carne de caballo, que era particularmente conveniente para un paciente delicado. Los carniceros la trataron con solemne galantería y paciencia, porque, aunque era una dienta poco frecuente, eran las mujeres de la clase de la signora, que compraban raras veces pero lo hacían con determinación, las que mantenían su negocio.

Al final los argumentos a favor del caldo ganaron la partida. Maria, comprendió, estaba débil y herida, pero no realmente enferma. La signora seleccionó un grueso corvejón y se lo llevó a casa en su cesta, envuelto en unas hojas del Corriere veneciano.

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