Capítulo 14

Palieski estaba en lo cierto cuando pensaba que Antonio Ruggerio se sentía decepcionado por el alojamiento que había escogido; pero el cicerone aún no lo había abandonado.

Se presentó a primera hora en el apartamento del americano, preocupado porque el signor Brett pudiera darle el esquinazo. No tenía por qué preocuparse.

– Quizás el signor preferiría que volviera dentro de… ¿una hora? -sugirió, en cuanto vio la somnolienta cara de Palieski.

– Pasa, pasa, Ruggerio. ¿Qué hora es?

Palieski se excusó para vestirse, dejando al veneciano sentado junto a la ventana del vestíbulo. No había nada en la habitación excepto una botella vacía de prosecco, un vaso, un ejemplar de Las vidas de Vasari y el espléndido sombrero de copa del caballero, descansando, junto al espejo de cuerpo entero, sobre una pequeña consola de mármol. Su brillante pelusilla había ya alentado a Ruggerio a sacar importantes conclusiones sobre el coleccionista americano.

Ruggerio se levantó y anduvo rígidamente por el vestíbulo, estirando mucho las piernas, las manos en la espalda. Finalmente se detuvo junto al sombrero e hizo algunas muecas ante el espejo, balanceándose suavemente sobre las puntas de los pies. Sacó la lengua. Movió la cabeza de un lado a otro. Lanzó una rápida y furtiva mirada a la puerta del dormitorio, y muy cautelosamente cogió el sombrero y se lo encasquetó en la cabeza.

¡Ah! ¡Qué sombrero! ¡Qué magnífico corte! Ruggerio volvió a mirar a la cerrada puerta, y luego a su imagen en el espejo. Hasta él podía decir qué diferencia establecía el sombrero: parecía más alto, más joven, más rico. Sí, era la clase de sombrero que necesitaba un hombre como él.

Se quitó el sombrero y miró en su interior para ver el nombre del creador. Verbier: Constantinopla.

Devolvió rápidamente el sombrero a la consola. Regresó a la ventana, donde Palieski lo encontró unos minutos más tarde hojeando el Vasari, examinando una dedicatoria escrita a mano en un lenguaje que él no conocía. Ruggerio cerró de golpe el libro y lo dejó a un lado.

Palieski lo recogió y lo dejó caer en su bolsillo.

– Desayuno, Ruggerio. Desayuno, y Bellini.

– ¿Bellini? ¡Sin duda, maestro!

Mientras seguía a Palieski por la puerta, Ruggerio miró hacia atrás a la habitación con un desconcertante fruncimiento de cejas.

– ¿El Rialto, signor?

Palieski consideró la propuesta.

– Más bien me gustaría algún lugar donde pudiéramos sentarnos, amigo mío. Pero caminemos, para variar. ¿Podemos?

– Desde luego, desde luego. Por favor, sígame. Pero tenga cuidado… las piedras son desiguales.

Palieski estaba encantado de moverse a pie. Por más que fuera desorientador, caminar por los estrechos callejones y fondamenta le hacía ver la forma de la ciudad de una manera que ir en góndola no le proporcionaba. En una góndola sólo se veía una pequeña parcela, balanceándose al ritmo de los remos y asombrándose, como muchos antes que él, ante la belleza de una vista o lo intrincado de un portal. En el agua siempre se sentía perdido; «en un mar de confusiones», como dicen los ingleses.

Caminaban en fila, Ruggerio encabezando la marcha. Fuera de los canales, Venecia no parecía ensoñadora. En los oscuros y estrechos patios, cada uno con su viejo pozo de piedra, niños bronceados se sentaban sobre las piedras seleccionando camarones en cestas, o ensartando cuentas; algunas nonnas sentadas en diminutos taburetes en una parcela soleada, se inclinaban sobre su costura con débiles ojos. Hombres morenos como gitanos estaban en sus talleres, pasando el cepillo, martilleando, cosiendo, haciendo un laborioso barullo que apenas se podía oír cuando se vagaba por los canales, demasiado bajos para atisbar en aquellas tiendas.

La hierba brotaba a través de las desiguales piedras, y había basura por todas partes. En una o dos ocasiones, un montón de sucios harapos se agitó y de él surgió una mano suplicando limosna. Aquél era el destino de los que no tenían ningún trabajo, y la visión hizo que Palieski se echara para atrás mientras buscaba monedas en el bolsillo. No estaba acostumbrado a eso. En Estambul semejantes mendigos abyectos no existían. En Venecia parecían estar por todas partes.

En las bocacalles, Palieski se detenía y miraba a su alrededor para orientarse. Observó que los edificios tenían una extraña manera de amortiguar y amplificar el sonido, de tal manera que el vivo eco infantil de un campo quedaba apagado mientras el sonido de un martilleo los seguía incesantemente sobre los puentes y callejones. A veces, cuando miraba hacia atrás, a los lugares por los que acababan de pasar, tenía la curiosa sensación de que los seguían. Otro truco de las sinuosas callejuelas, pensó.

¡Signor Brett! -exclamó Ruggerio, cuando Palieski se detuvo por vigésima vez-. ¡Pienso que algún día usted escribirá un libro sobre Venecia!

Palieski sonrió y movió negativamente la cabeza.

– He oído que todo lo que se puede decir sobre Venecia ya ha sido dicho.

Ruggerio parecía afligido.

– Yo diría, signor, que, por el contrario, no hemos dicho bastante. Todo lo que se ha dicho y escrito sobre Venecia es solamente el comienzo de la primera página del primer capítulo del primer volumen -levantó un dedo- de la historia de La Serenísima. Cada veneciano tiene su propia Venecia… y cada visitante también. Y así hasta que la ciudad se hunda… ¡O termine el mundo!

Describió un pequeño floreo con el brazo. Palieski casi enrojeció, avergonzado.

– ¿Y la República?

Ruggerio se llevó un dedo a los labios.

– Vayamos al café.

Al cabo de poco salieron a un campo donde había instaladas unas mesas y sillas al sol.

– Ahora podemos sentarnos y tomar nuestro desayuno -declaró Ruggerio. Pidió café y panecillos, queso y salami-. Pero esta mañana, signor… ¡Nada de grapa! -Soltó una risita, recordando el mal aspecto de Palieski en la puerta.

– Da la casualidad, Ruggerio, de que pienso que una grapa me vendría bien -mintió Palieski, un poco forzadamente.

Ruggerio no se desconcertó.

– Ajá -dijo sonriendo, y luego, señalando al camarero-. Un'amaro, caro, per favore. Es algo mejor, signor Brett.

– Humm. -Palieski sacó su Vasari y lo dejó sobre la mesa.

– Las vidas de los más excelentes arquitectos, pintores… -dijo Ruggerio, tocando la piel con el dedo índice-. Éste es un libro muy antiguo.

– Sí. Lo tengo… -Palieski hizo una pausa; había estado a punto de decir que lo había tenido toda su vida-. Desde hace mucho tiempo -terminó.

Ruggerio apartó la mirada.

– El desayuno llegará dentro de un momento, ¡y podrá probar el amaro!-Y después -añadió Palieski- quiero ver todos los Bellinis de Venecia. Me refiero a Gentile Bellini; no estoy interesado en el hermano.

Cogió el Vasari y distraídamente pasó las páginas. Cuanto más trataba de mirar la portada, con su título en polaco, más sentía que Ruggerio lo observaba. Al final, renunció.

– El Vasari no dice dónde están -dijo devolviendo el libro al bolsillo.

– Yo puedo ayudarlo -dijo Ruggerio-. Aquí está nuestro café… y su amaro.

El amaro llegó en una pequeña copa de pie alargado. Palieski la levantó con sospecha. Un licor marronoso, parecido a la melaza que olía a… ¿qué exactamente? A ajenjo. A anís. Se lo llevó a los labios.

– Repugnante -dijo, tras una momentánea pausa. Las punzadas de sus sienes se suavizaron. El efecto, supuso, de aquel peligroso licor-. Me gusta.

Se pasaron la mañana descubriendo las obras de Gentile Bellini. Palieski estaba impresionado por la cantidad de recursos que parecía poseer su compañero. Aunque Ruggerio parecía saber muy poco sobre Gentile Bellini, no tenía miedo de preguntar… y empezó en el Museo el Correr.

– ¿Y Correr dejó todo esto para que nosotros lo miráramos? -preguntó Palieski. No estaba familiarizado con la idea de una galería pública. No había ninguna en Estambul. Y en Polonia, mucho tiempo atrás, uno simplemente dejaba una tarjeta en la casa privada de algún noble, y era invitado a echar una ojeada.

El director de la galería dio un resoplido.

– Algún día, signor Brett, el ejemplo del conde Correr será seguido en todo el mundo. Connaisseurs como él, con los medios y la visión para crear maravillosas colecciones, las ofrecerán al público… Quizás incluso en Nueva York.

– ¿Por qué no? -respondió Palieski entusiásticamente-. ¡A fin de cuentas, no pueden llevárselas con ellos!

El director se echó atrás y comenzó a reír.

– ¡Ja ja ja! Signor Brett, ¡tiene usted toda la razón del mundo!

Siguiendo los consejos del director, descubrieron tres Bellini a la hora del almuerzo; dos estaban en iglesias y uno colgaba en la Academia. Palieski los inspeccionó cuidadosamente buscando pruebas del estilo del maestro.

Almorzaron en Florian's, donde se separaron ante la insistencia de Palieski. En el apartamento encontró una tarjeta informándolo de que el conde Barbieri tendría el honor de visitar al signor Brett a las seis en punto de aquella tarde, si la hora le resultaba conveniente.

Palieski se pasó la tarde dormitando en su lecho, pero se encontraba en su ventana antes de las seis para esperar la llegada de Gianfranco Barbieri.

Una góndola llegó majestuosamente a la puerta acuática trazando una graciosa curva. El gondolero la arrimó a la pared con su largo remo, las puertas del felze se abrieron de golpe, y un hombre de rubio cabello, ataviado con una elegante chaqueta, salió y desapareció abajo.

Mientras Palieski lo observaba, el gondolero deslizó el remo en su retorcido tolete y empujó la larga embarcación con despreocupación a través del canal. Por poco no choca con una pesada barcaza y otra góndola que venían en dirección contraria. Para un gondolero, pensó Palieski con admiración, estar a punto de chocar era, a pesar de todo, un fallo.

Se dirigió a la puerta y la abrió de un empujón.

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