Les llevó casi una hora llegar a la isla. El canal estaba señalizado con postes, lúgubres como horcas en la penumbra. El agua estaba quieta y aceitosa.
Palieski tiró de la campanilla, y la oyeron tintinear en la caseta del portero. Al cabo de unos minutos se abrió una pequeña ventana y apareció una cara.
– ¿Quiénes son ustedes? Es tarde.
El monje hablaba en italiano, Yashim respondió en armenio.
– Lo siento, padre. El signor Brett visitó el monasterio hace unos días, pero no pudo hablar con el padre Aristo.
– El padre Aristo -repitió el monje- estará en el scriptorium.
Descorrió los cerrojos y les dejó entrar. Cuando hubo cerrado otra vez la puerta, se metió las manos en las mangas.
– Por favor, síganme.
Cruzaron un patio y penetraron en un ancho pasadizo. Los candelabros acababan de ser encendidos. El monje abrió una puerta suavemente, sin llamar, y Yashim inhaló un rico y agradablemente familiar olor de libros viejos, tinta y madera. El scriptorium estaba lleno de estanterías que se perdían en la penumbra; una vela se derretía sobre la ancha mesa de roble que se levantaba en medio de la sala.
La mesa estaba desnuda, excepto donde se amontonaba una confusa pila de papeles y libros, cerca de la vela. A Yashim le recordó el estudio del embajador polaco en Estambul. El negro sombrero de forma cónica del padre Aristo descansaba sobre un montón de diccionarios, y su cabeza calva lo hacía sobre los papeles. Parecía estar dormido. El monje sonrió.
– El padre Aristo trabaja mucho -susurró. Luego, un poco más fuerte-: Padre, padre Aristo.
– Hemos venido a ver el Corán, en realidad -dijo Yashim con suavidad-. ¿Quizás deberíamos dejar dormir al padre Aristo, ¿no?
El monje hizo un gesto negativo con la cabeza.
– Se sentiría decepcionado.
Tocó el brazo del anciano monje.
El padre Aristo levantó la cabeza, y miró a su alrededor, parpadeando. Su barba era magnífica y blanca.
– Tiene unos visitantes, padre.
El padre Aristo palpó en la mesa en busca de sus gafas, y se las puso cuidadosamente ajustando las varillas detrás de sus enormes orejas.
– Estaba echando una siesta.
Tenía una voz profunda y una sonrisa dulce.
Todavía en armenio, Yashim los presentó a los dos.
– Deseamos echar una ojeada al Corán, padre.
– Ah, sí, el Corán. Naturalmente. Es espléndido. ¿Querrían tomar un poco de té?
Mientras el otro monje iba en busca del té, el padre Aristo les mostró los papeles que tenía ante él.
– Éste es nuestro diccionario -explicó, mirando afectuosamente los libros que lo rodeaban, como si su presencia fuera una agradable sorpresa-. Inglés-armenio. He llegado a la decimocuarta letra de nuestro alfabeto.
Aún le quedaban veinticuatro más, pensó Yashim.
El monje regresó con una bandeja y tres tazas de té dulce.
– Es una tarea sagrada, porque la escritura armenia es una escritura sagrada -dijo el padre Aristo-. Ha llegado hasta nosotros sin cambios, a través de los siglos. La primera letra es la «A», por Astvats, Dios. La última es la «K», por Kristos. Mashtots recibió estas letras en un sueño, al cabo de años de estudio. Y fue un sueño muy bueno, amigos míos. Estas letras -añadió lentamente- nos han mantenido unidos durante mil cuatrocientos treinta y cinco años.
Se puso de pie, levantando cuidadosamente la silla del suelo.
– Pero ustedes han venido a ver el Corán. Se lo mostraré.
Desapareció en la penumbra. Parecía conocer su camino por el tacto, porque al cabo de unos momentos regresó con un gran libro encuadernado en piel que colocó sobre la mesa.
– Los musulmanes también consideran su escritura como sagrada -dijo. Y miró a Yashim-. ¿No es así?
Yashim se inclinó. Levantó la cubierta del libro, y vio que aquél era, realmente, un precioso Corán, de una calidad propia de un palacio o una gran mezquita.
En la primera hoja aparecía una breve inscripción, en latín.
Palieski se inclinó.
– Dice que Alvise d'Aspi regaló este Corán a sus amigos del Monasterio Armenio de San Lazzaro, el año…
Frunció el ceño. Los números romanos no tenían sentido ¿1264?
El padre Aristo sonrió y le dio un golpecito en el brazo.
– Por supuesto. El conde d'Aspi era un buen amigo nuestro. Utilizaba el calendario armenio, que empieza en el año 552 de su calendario gregoriano. -Asintió con la cabeza-. Hay mucho que explicar sobre el calendario armenio, pero ustedes tienen otro. -Sus ojos centellearon detrás de las gafas-. Para usted sería 1816.
Yashim pasó las páginas. Cada sura estaba brillantemente ilustrada, según una tradición que se remontaba al siglo XII, con un follaje estilizado, atiborrado de animales y pájaros. No había ninguna firma del calígrafo. Yashim no esperaba encontrarla.
La obra misma ya constituía una firma; llevaba el sello del hombre que, sin ayuda alguna, había trabajado para crear ese hermoso libro. Debía de haberle llevado meses, si no años. El calígrafo era Metin Yamaluk.
Las guardas del libro eran muy hermosas y estaban hechas muy cuidadosamente. Yashim se detuvo en ellas, frunciendo el ceño. Mostraban un cuadrado, entre las esquinas y el punto medio de cada línea del cuadrado discurría un nudo sin fin de líneas entrecruzadas, que formaba una estrella de ocho puntas.
Palieski señaló el diagrama.
– He visto uno igual. Está en el suelo del salón de la contessa, me parece.
– ¿De veras? -murmuró Yashim. Él lo había visto, también, unas semanas atrás, en el estudio de Yamaluk, en Uskudar.
El Diagrama del Arenero.
El Corán de Yamaluk había sido encargado por el conde d'Aspi. Y el propio Yamaluk había ido a ver al nuevo sultán, para ofrecérselo.
– ¡La imprenta! -dijo el padre Aristo con un suspiro, e hizo un gesto hacia las estanterías-. Me pregunto, caballeros, ¿cómo habría considerado Dante a los impresores? ¿Benefactores… o criminales? No sabría decirlo.
– Yo conocía al hombre que hizo este Corán -dijo Yashim.
Permanecieron juntos un momento contemplando, a la luz de la vela, las iluminadas páginas.
– Gracias, padre Aristo -dijo Yashim-. Me ha mostrado usted exactamente lo que necesitaba ver.
El viejo asintió con la cabeza y se frotó las gafas con una punta de la sotana.
Se marcharon con la bendición del anciano monje.
La góndola los estaba esperando en el malecón. Palieski y Yashim se subieron a la embarcación. Ya en la pequeña cabina, Yashim se inclinó hacia delante con una expresión de triunfo.
– Me gustaría conocer a tu amiga, la contessa d'Aspi d'Istria.
Palieski se encogió de hombros.
– Quizás. -Hizo una pausa-. Yo traté de verla también. Por dos veces. No, tres. No recibe visitas desde el asesinato de Barbieri.
Yashim se quedó en silencio unos momentos. El agua borboteaba suavemente contra el casco de la góndola mientras ésta se deslizaba de regreso a Venecia.
– Creo que ya sé dónde podríamos hallar el cuadro, Palieski -dijo Yashim-. Si no llegamos demasiado tarde.