Capítulo 94

La primera sensación de Yashim fue de alivio, cuando vio que el lienzo era mucho más grande que el cuadro que le habían mostrado a Palieski.

Estaba enmarcado por una simple banda de oro, de unos cincuenta centímetros de alto y cuarenta de ancho. Dentro del cuadro, se veía otro, un arco pintado que enmarcaba el retrato del envejecido sultán como si fuera una ventana, su alféizar drapeado con un denso damasco marrón bordado con perlas, vueltas de rubíes y esmeraldas, y una corona bordada con hilo de plata. Había seis coronas, en dos columnas, a cada lado del marco. Mehmet era el séptimo sultán.

Yashim contempló el cuadro con atención. Las cejas arqueadas, la larga y esbelta nariz y la pronunciada barbilla donde se reconocían todos los rasgos: cuando Abdülmecid estuviera viejo y enfermo, podría tener también ese aspecto.

– Mehmet el Conquistador -murmuró.

– Un milord inglés podría pagar por él -dijo Carla-. O un marchante de arte, de América. Para ellos sería… ¿Qué, una antigua obra maestra, acompañada de una curiosa leyenda? Mejor que el Vivarini del hombre acaudalado, pero apenas igual a su Tiziano, o su Veronese. -Echó la cabeza para atrás-. Se merece algo mejor.

– Quiere usted mantener el esquema, ¿no es verdad? No apartarse de él.

– Justamente. Usted es otomano, Yashim. Eso lo sé. Quizás no sea un pachá, pero pertenece a palacio. Usted comprende el esquema. No para explicarlo, tal vez, pero sí para usarlo. Si alguien ha de devolver el cuadro a Estambul, ése debe ser usted.

– Dijo usted que es orgullo suyo ser el último de los d'Aspi, contessa. ¿Qué quiere decir?

– Dicen que un buen capitán se hunde con su barco, Yashim Pachá. Así es con familias como la mía. Las viejas familias, que vivieron para la República. Yo hice un voto… y no estaba sola.

– ¿Un voto de celibato… Como una monja?

La mujer sonrió.

– Yo diría, más exactamente, un voto de no casarme jamás. Los austríacos podían apoderarse de la Serenísima… Pero no podían apoderarse de nosotros. La sangre de la República.

¿Era cierto, se preguntó Yashim, que esas viejas familias eran la sangre de la República? Habían dirigido su curso durante siglos, ciertamente; pero, ¿adonde había ido a parar? A la arena, finalmente. Seguramente la sangre de Venecia fluía por las venas de los marineros que tripulaban los barcos, los remeros, los soldados. ¿No era Venecia como un pintor sin habla, o un descarado gondolero, como un d'Aspi o un Gritti? ¿Acaso no era Venecia un lugar para los vivos, más que un amargo recuerdo, congelado por toda la eternidad?

La contessa había hecho una elección. Pero para ella, quizás, no era demasiado tarde. Para Yashim, la elección ya estaba hecha.

– ¿No tiene usted miedo -dijo él amablemente- de haber abandonado a Venecia?

Ella se quedó muy quieta. Sólo la vela captó que sus ojos se empañaron levemente.

Carla negó con la cabeza.

– Hice un voto. Y Venecia no volverá a levantarse.

Sus ojos se encontraron.

– Sí -respondió ella en un débil susurro-. Sí, ése es mi único temor.

Загрузка...