Capítulo 92

La contessa recibió a Yashim en el salón donde, aquella misma mañana, había tratado de matarlo. Yashim no estaba seguro de cuándo había parecido más hermosa. Ahora, en el oscuro salón, o antes, con la muerte en sus ojos. Su vestido estaba adornado con aljófares que brillaban misteriosamente cuando se movía, y llevaba el cabello recogido, dejando al descubierto su esbelto cuello.

Las velas estaban encendidas en una mesa puesta para dos.

– He estado pensando en usted todo el día -dijo simplemente-. Preguntándome qué sabía usted.

Yashim inclinó la cabeza.

– Sé demasiado poco, contessa.

– Bien. -Sus ojos brillaban-. ¿Qué sabe usted del esquema… nuestro esquema?

Yashim frunció el entrecejo.

– Yo mismo me he estado haciendo esa pregunta. Hoy, yo diría que se trata de un sistema -una clave, si lo prefiere-, para una disciplina de combate. Ambos la usamos.

– ¿Y eso es todo?

– Podría ser… Excepto que lo he visto en otra parte, sin mirarlo realmente. Yamaluk, el calígrafo, lo usó en la encuadernación que su familia regaló al monasterio armenio. Su hija me dijo que es un símbolo de la infinita riqueza de la creación de Dios.

– Muy bien. Eso ya es un significado… El esencial, supongo. -Carla resiguió la línea del diagrama con un pie-. ¿Habló usted con Yamaluk, en Estambul?

– Hablé con su hija. Yamaluk ha… pasado a mejor vida.

– Lamento oír eso. A mi padre le encantaba su trabajo.

– Su hija continúa la tradición -dijo Yashim.

Ella lo volvió a mirar. Él se sintió desnudado por aquellos ojos azules.

Entonces la mujer se rió, suavemente .

– Estambul ha cambiado, Yashim Pachá.

Él lo reconoció con un gesto.

– Pero usted, contessa, no puede conocer Estambul.

– Nací allí -replicó ella-. Y viví allí hasta que cumplí tres años. Estambul es mi sangre. Sin embargo, Venecia ha cambiado, también. -Hizo una aspiración-. Esta mañana mencionó usted a Bellini.

Yashim se sobresaltó.

– Sí.

Carla dejó escapar un suspiro.

– Gentile Bellini fue a Estambul en 1479, por invitación del sultán.

– Para pintar el retrato del sultán.

– El retrato fue una idea tardía -dijo la contessa, haciendo un gesto negativo con la cabeza-. El sultán lo encargó después de haber visto lo que Bellini podía hacer.

– Pero, si Bellini no fue enviado a pintar el retrato del sultán, ¿por qué fue?

La contessa señaló la mesa, y tomó asiento.

– Uno de mis antepasados llevó a Bellini a Estambul como embajador oficioso. Mehmet se consideraba a sí mismo un gobernante universal. En tanto que conquistador de Estambul, se había convertido en el gobernante más poderoso del mundo bizantino… Un mundo que, informalmente, incluía a Venecia. -La mujer tocó su vaso-. El diagrama era un símbolo de soberanía que Mehmet quería comprender. Los bizantinos lo habían incorporado a su ritual eclesiástico. Para ellos representaba la unión entre lo finito y lo infinito. Los mundos de Dios y los hombres. Para nosotros, también simbolizaba la interminable ronda del comercio… Un recuerdo, si usted quiere, de que todo el mundo podía participar de la infinita generosidad del mundo. Mehmet, sospecho, lo veía como un símbolo de dominio: un mundo, un gobernante, bajo un único Dios.

– Pero ¿por qué Bellini? ¿Por qué no podía su antepasado haber explicado el diagrama?

– Es una buena pregunta. Creo que Gentile conocía la ciudad. Él y su familia, casi con toda seguridad, habían estado allí bajo los bizantinos. Su hermana se casó con un artista griego, Andrea Mantegna. El padre, Jacopo, realizó retratos de la familia imperial antes de la caída de Constantinopla.

La mujer levantó la barbilla.

– Él no era un político, Yashim. Ni un guerrero, ni un diplomático. Ni un comerciante, tampoco. Simplemente tenía un don. Una capacidad casi mágica de detener la aguja que mueve… el tiempo.

– ¿Detenerlo? ¿Cómo?

– Con la pintura. Con el lápiz. Comprendía el esquema… pero también ayudó a sentar las bases del arte del retrato. Fue un adepto en ambos mundos… el mundo del esquema y la geometría, que es eterno, y en ver lo eterno en las cosas que cambian y están sometidas al tiempo.

– Entiendo.

– Después de que Gentile pintara el retrato de Mehmet, la idea se hizo muy popular… en Venecia, más que en Estambul. -Levantó el vaso hasta sus labios-. Pero el esquema conservó su significado. Una mutua herencia de los bizantinos. Un vínculo esotérico entre nuestras dos ciudades.

Yashim frunció el ceño.

– ¿El sultán participó en un pacto secreto? ¿A través de Gentile Bellini?

Carla sonrió.

– Nada tan siniestro como eso, Yashim. Era simplemente un esquema, una interpretación que podíamos compartir. Un punto de contacto entre nuestros dos mundos.

Yashim se echó hacia atrás.

– ¿Y quizás un esfuerzo por describirlos, también? Las conexiones se hacen en diversos puntos alrededor del cuadrado.

Carla tenía un aspecto radiante bajo la luz de la vela. Su cabello, recogido hacia atrás, brillaba contra la penumbra de la grande y oscura habitación. Sus ojos resplandecían, iluminados por su leve sonrisa.

– El discípulo ha superado al maestro.

– Pero si era esencialmente un símbolo de paz… -empezó Yashim, vacilante.

Ella asintió con lentitud.

– El esquema reconcilia, Yashim. Es verdad. En un cuadro inmutable, aquellos puntos fijos y opuestos están unidos y reconciliados en un tejido interminable. Com’era, dov'era. Este con Oeste, Venecia con Estambul, muerte y vida, hombre y mujer. -Ella lo miró con ojos brillantes-. Pero luego vino Chipre.

Yashim recordó. Había sido mucho tiempo atrás: en 1570. Las tropas otomanas habían invadido la joya más rica de la diadema de islas que unían al Imperio veneciano a través del Mediterráneo oriental. Un año más tarde, la flota veneciana, apoyada por España, había destruido la armada otomana en Lepanto.

– Chipre, y la batalla de Lepanto, cambiaron el significado del símbolo. Comenzó a representar el dominio y la guerra. Tras aquello, supongo, ambos bandos desarrollaron un estilo de combate basado en el Diagrama del Arenero.

Sus ojos se encontraron.

– Joseph Nasi ayudó al sultán Selim a financiar el ataque contra Chipre -dijo Yashim-. A cambio, lo hicieron duque de Naxos.

– Siga.

– De modo que cuando Abdülmecid eligió el nombre como disfraz, fue como enviar una especie de señal. Una señal hostil.

Carla se encogió de hombros, y las sombras se deslizaron a través de los huecos de sus hombros.

– Casi. Creo… que no era completamente hostil. Sólo realista. Venecia es un Estado ocupado actualmente, y por tanto nuestra relación con Estambul no puede seguir siendo com'era, dov'era. -Esbozó una pequeña, leve, sonrisa-. Pero su nuevo sultán tiene una vena romántica. Y cierta… curiosidad. Por eso vino.

Se llevó descuidadamente un dedo a los labios, y Yashim supo al punto lo que la contessa no decía.

– ¿Y el Bellini? ¿El retrato del Conquistador?

Carla se rió suavemente.

– Era algo sentimental. Un vínculo -el último, vínculo- entre los d'Aspi y el trono de Osmán.

– ¿No pensó usted… que podría ser algo peligroso de poseer?

– Me pertenecía. No era asunto de nadie más. Hasta ahora.

– ¿Puedo verlo?

Ella lo miró fijamente a los ojos. Yashim sintió que la cabeza le daba vueltas: la contessa era hermosa, pero a la luz de la vela, parecía etérea.

– Naturalmente -dijo ella-. Venga.

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