Capítulo 15

Fuera lo que fuese lo que había supuesto Palieski, Antonio Ruggerio decía la verdad cuando presumía de pertenecer a una de las más antiguas familias de la República. Los Ruggerio habían estado presentes, si bien no de forma prominente, en el saqueo de Constantinopla en 1204, cuando las energías de la Cuarta Cruzada fueron inesperadamente desviadas para el enriquecimiento de La Serenísima. Miembros de su familia habían repartido sus huesos por todo el Mediterráneo… en Chipre, en las islas del Egeo, incluso en el África del norte. Pero durante muchos siglos los Ruggerio raras veces se habían aventurado más allá del Campo di San Barnaba, a orillas del Gran Canal, en cuya triste iglesia barroca eran bautizados, casados y despachados a una fosa común.

Los Ruggerio pertenecían a una clase especial de nobleza empobrecida, los llamados barnaboti, que habían perdido sus derechos a participar en la administración veneciana a comienzos del siglo XIV. Desde entonces, estas familias habían sobrevivido en el Campo, y en tanto a él, gracias a la caridad del Estado, que les proporcionaba diminutos apartamentos. Cada uno de éstos contenía una pequeña habitación, o casino, donde se había autorizado el juego, con lo que se permitía que los barnaboti se ganaran la vida con visitantes extranjeros de alto nivel.

Ni los franceses, ni los austríacos que llegaron después, habían compartido este sentido de obligación hacia los barnaboti. Los estipendios fueron retirados, y se introdujeron los alquileres. Aquellos barnaboti que eran demasiado orgullosos, demasiado viejos, o que simplemente no estaban cualificados para desempeñar un trabajo verdadero, vivían en la más miserable y degradante pobreza…

Después de un excelente almuerzo con su nuevo amigo, Antonio Ruggerio se dirigió rápidamente a pie al mercado del Rialto con tres liras rescatadas de la factura. El mercado estaba reduciendo su actividad, y había tomates estropeados, judías arrugadas, pan que era casi tierno.

Cuando Ruggerio se aproximaba, varios vendedores echaron mano de un puñado de verduras y las ofrecieron con un encogimiento de hombros y una sonrisa; si Ruggerio trataba de pagar lo rechazaban. «Más tarde, barone, otro día, quizás.» Otros, solícitamente, lo ignoraban, indicando sin rencor -y con el especial tacto y gracia de los venecianos- que ya se habían desecho de sus sobrantes con otro barnaboto, o que no tenían nada que dar.

Sólo los carniceros, por la naturaleza onerosa de su comercio, esperaban invariablemente el pago por sus embutidos, su salami, sus pies de cerdo y sesos de becerro. En las carnicerías se aprovecha todo.

Ruggerio se marchó del mercado de verduras con una brazada de productos, y se pasó varios minutos examinando los puestos de los carniceros. Oía tintinear las liras en su bolsillo, y permanecía en respetuosa espera, lo que le ayudaba a hacer una selección.

– Los pulmones son muy buenos -observó uno de los vendedores, poniendo un trozo en su mano-. Y en este tiempo, con la hierba marchitándose, salen a un buen precio.

Ruggerio redondeó su expedición comprando un poco de harina de maíz para la polenta.

Cuidadosamente metió sus compras en una frágil caja de madera y se la llevó a casa.

– ¿Qué ha pasado? -Su mujer parecía ansiosa-. ¿Te pagó?

– No, cara, no. -Ruggerio dejó la caja en la mesa de madera de pino junto a la ventana-. Creo que estaba cansado. Nos veremos mañana otra vez.

– Vaya.

– Es un trabajo duro, Rosetta. No puedo estar pegado a él noche y día.

– ¿Por qué no? ¿Qué hace con su tiempo, que no puede compartirlo contigo… o con una mujer quizás?

– Inclinó la cabeza-. ¿Sabes lo que quiero decir, Antonio?

Ruggerio extendió las manos.

– Es difícil.

– ¿Difícil? ¿Qué clase de hombre es? Un americano. ¿No tienen mujeres en América?

Ruggerio avanzó su labio inferior.

– No estoy seguro de que sea un'americano.

– ¿Qué se supone que significa eso?

Ruggerio empezó a vaciar la caja.

– No lo sé exactamente. Pero alguna cosa… sí, algunas cosas extrañas…

Rosetta se acercó para ayudar a su marido.

– ¿Cosas extrañas, Antonio?

Ruggerio se echó hacia atrás y observó cómo su mujer dejaba las verduras sobre la mesa. Contó cinco tomates. Estaban partidos, pero eran frescos.

– Un libro que tiene. Un viejo ejemplar de Vasari. -Se encogió de hombros-. Y luego… No sé. Su sombrero.

– ¿Su sombrero?

Ruggerio suspiró y se pasó las manos por el cabello.

– Yo conozco a los ricos, Rosetta. Cómo les gusta comer, los cuadros que les agradan. He dedicado mucho tiempo a estudiarlos, a fin de cuentas -añadió con orgullo. ¿Acaso los venecianos no habían nadado en las aguas del comercio durante mil años, valorando, analizando, satisfaciendo un deseo aquí, suprimiendo un exceso allá, compaginando a los hombres con sus deseos?-. Y sé cómo visten, Rosetta.

– ¿Y pues?

– Los ricos se compran sus sombreros -y sus zapatos- en Londres. Quizás en París, si son franceses o jóvenes, o tienen negocios en la ciudad. Lleva tiempo hacer el sombrero de un hombre rico, cara.

– Estupendo. Así qué, ¿dónde se ha hecho hacer sus sombreros tu amigo? ¿En Nueva York?

– En Constantinopla.

– Ya veo.

Rosetta, después de todo, era veneciana también. «Constantinopla» era una palabra rica, llena de asociaciones: ciudad del oro, ciudad de fortunas perdidas, la imagen salvaje de la propia Venecia. Antaño los venecianos la habían tenido en la palma de la mano. Pero de eso hacía mucho, antes de que los Ruggerio y su clase hubieran encontrado su camino a San Barnaba. Estambul había sido el enemigo después de eso, el gato jugando con el ratón por todo el Egeo y el Adriático: la ciudad de sultanes y visires, de cuidadosos pactos y repentinas guerras.

No era, en la imaginación de Rosetta, especialmente famosa por sus sombreros.

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