Capítulo 87

Cuando la punta del florete, dirigida al pecho de Yashim -sixte, en la indispensable jerga de la esgrima- tocó el bulboso turbante que cubría su cabeza, liberó a Yashim de una carga que había estado llevando desde primera hora de la mañana, y le permitió, al mismo tiempo, deslizarse hacia delante, sosteniendo la muselina en la mano.

Con su turbante ensartado por el florete, Yashim dio un quiebro y avanzó, dando tres pasos más o menos desequilibrados. Mientras se movía, hizo girar la muselina y, a su espalda, la hoja de la contessa, entremetida en los pliegues, salió volando.

El arma, al caer, hizo un ruido metálico y rebotó sobre el suelo, dando vueltas, hasta estrellarse contra la pared de debajo de la ventana.

Yashim no se fijó en la trayectoria, Carla sí. En vez de ello, él uso la oportunidad para saltar y agarrar la empuñadura forrada de piel del arma más cercana, que resultó ser una cimitarra turca.

Sólo entonces, por instinto, miró a su alrededor.

Para su sorpresa, la contessa estaba de pie con la mano en la cadera, observándolo.

No había hecho ningún esfuerzo para recuperar su florete.

La cimitarra estaba firmemente fijada a la pared, Yashim soltó de mala gana su presa, y se dejó caer al suelo.

La contessa sonrió.

– Al parecer, siempre he de encontrarme con sabreurs -dijo.

– ¿Sabreurs?

Ella hizo un gesto señalando la cimitarra.

– Ustedes conquistaron la Europa oriental con eso. Es el antepasado de nuestro sable. Los húngaros lo adoptaron, como adoptaban cualquier cosa que ustedes llevaran al campo de batalla. Húsares. Dragones. Bandas militares. Nosotros luchamos igual con igual, Yashim Pachá.

– Sí -dijo Yashim. Se agachó para recuperar un pedazo de turbante. Envolvió con él su sangrante mano, y lo rasgó con los dientes-. Sí, por supuesto.

– Y el sable ganó la batalla de Waterloo -añadió ella-. No está de moda ahora.

Yashim envolvió su cabeza con el resto del turbante.

Cuando se sintió adecuadamente vestido, dijo:

– No soy ningún pachá.

Ella avanzó unos pasos y tiró de la campanilla.

– Café, Antonio -y dirigiéndose a Yashim dijo-: El pueblo de Venecia parece pensar que es usted un pachá. Usted les ha dado algo que habían perdido durante muchos años. A mis ojos, es usted un pachá. Incluso pese a la caja vacía.

Yashim pensó que detectaba una pizca de diversión -una cruel diversión, en aquellos hermosos ojos negros. El pachá… ¡Con su caja vacía! Yashim, el eunuco.

– Contessa… yo… -se encontró balbuceando-. Los armenios… El Corán… Reconocí la escritura…

Ella se llevó un dedo a su labio inferior, y lo dejó allí, con aire reflexivo.

– Usted conocía el esquema.

– Fui entrenado para él -replicó Yashim-, del mismo modo, al parecer, que lo fue usted.

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