Maria se despertó en la oscuridad. Ésta era casi su elemento, como si hubiera vivido tanto tiempo sin luz que la oscuridad no pudiera ya lastimarla. Ya no podía hacerla llorar.
Movió las manos, flexionó los dedos. Las muñecas empezaban a arderle. Quizás era un signo de que se estaba curando.
Durante un rato no percibió nada más que aquellas extrañas mezclas de color que se formaban y reformaban en la oscuridad, como efímeros dibujos en agua aceitosa; pero luego, muy claramente, oyó cómo se descorrían los cerrojos de la puerta, y luego el crujido de ésta al abrirse.
Sintió que le subía el corazón a la boca. Y luego… no ocurrió nada.
Observó la presencia de un nuevo olor. Se incorporó en la oscuridad, y sintió que algo o alguien le tocaba los pies.
Era una mano, una mano humana… y luego otra mano subió hasta encontrar las suyas y en ella había algo que olía más dulce de lo que sería posible imaginar.
Maria cogió el pan y se lo metió en la boca.
Podrían quitárselo, en cualquier momento. Podía ser un truco, como el agua que habían derramado a través de sus pechos.
Pero ¿por qué, se preguntaba, no había ninguna luz?
Y entonces, lentamente y con gran perplejidad, fue descubriendo el olor a rosas.
– Grazie -susurró-. Per il pane… grazie, caro.
– De nada. ¿Puede usted andar?
– Sí.
– Vayamos a casa.