Capítulo 58

Palieski tomó una góndola en el embarcadero y dio instrucciones al gondolero de que remara por el Gran Canal.

El palazzo de la puerta que se abría al canal era uno de los mayores. La mayor parte de sus ventanas de postigos estaban cerradas.

Palieski despidió la góndola en un embarcadero cercano. En su cabeza se había imaginado un callejón sin salida, con ventanas que daban a la planta baja, pero la entrada resultó ser una reja que se abrió al tocarla. Dentro había un patio con una fuente en el medio y a su izquierda unas escaleras de piedra que se alzaban hasta el primer piso.

Había algunos niños pequeños que jugaban, vigilados por una vieja dama totalmente envuelta en negra seda que se encontraba sentada en un banco al sol.

– Buenos días -dijo Palieski cortésmente, levantándose el sombrero.

– Buenos días a usted, signor. ¿Se ha perdido?

– Quizás sí.

– ¡Ah! -exclamó ella sonriendo-. Éste es el Palazzo d'Istria, signor.

– He oído el nombre.

– ¿Oído? Perdone… Pepe, ¿está bien eso? No importa… un muchacho nunca debe pegar a una niña. Ven aquí, cara. Ven con Nonna. Así está bien. Eso está mejor.

La niñita se instaló en el regazo de la dama.

– Hace un siglo, la familia d'Istria era muy alegre, signor. Usted habría conocido el nombre, entonces, sin duda.

– He conocido a una contessa… la contessa d'Aspi d'Istria. Una mujer realmente encantadora.

– Ah, sí. Es una triste historia.

– Puedo soportar una triste historia -dijo él-. ¿Permite?

– Por favor.

La mujer dio una palmadita al banco, y él se sentó a su lado. La niñita levantó la mirada hacia él a través de una maraña de negro cabello, y su abuela empezó a pasarle los dedos por él.

– Lucia d'Istria era una gran belleza. Se casó con el conde d'Aspi. Un enlace muy acertado… dos viejas familias. -Se inclinó a un lado para la confidencia-. Los d'Aspi tenían el dinero, pero los Istria poseían la belleza, como Carla.

– Sí, ya veo.

– Esto fue en tiempos de la República, naturalmente. Trescientos invitados, y las mujeres… tan bellas en aquellos días. Yo estuve allí, y era hermosa también. ¿Por qué no? Era bastante joven. Casada, por supuesto… Debería haberlo visto, signor, todo aquel color… ¡Hasta los hombres! Los hombres no siempre vestían de negro como hoy en día.

«Vivieron aquí en los primeros tiempos. Vino un hijo -Luciano- y también la hija que usted ha conocido. -Movió negativamente la cabeza-. Creíamos que serían felices para siempre. -Golpeó el suelo con las puntas de los dedos, como si estuviera espantando ratones-. Ahora, vete, pequeñina. Pepe será bueno ahora… ¿no es verdad, Pepe? Y usted, signor, ¿tiene usted hijos?

– No -dijo Palieski.

La mujer le dio una palmadita en la mano.

– Eso no es infrecuente en Venecia hoy. Como iba diciendo, la República se hundió, y en la guerra los d'Aspi perdieron un montón de buena tierra, en el interior. Luciano murió combatiendo contra los austríacos, pobre chico. Lucia… Pienso que vivía sólo para su hijo. Eso fue una pena para la niña también. -Lanzó un suspiro-. El conde d'Aspi solía sentarse en este banco, con la barbilla apoyada en su bastón. Decía que había vivido demasiado tiempo. Todo se había reducido a nada, sabe usted.

– ¿Y la hija? ¿La condesa?

– Ella es la última. La última de los d'Aspi, la última de los Istria. Pero nunca se casará.

– ¿Por qué no?

– Eso está bien, Pepe. Buen chico -dijo la dama, como si no lo hubiera oído.

Palieski se puso de pie, observando a los niños.

– ¿Hay muchas familias viviendo aquí ahora?

– ¿En el palazzo? No muchas. Mi hijo, el doctor, alquiló el piano nobile cuando se casó. Me temo que es una extravagancia. Yo tengo un apartamento encima y por supuesto es muy conveniente para ellos. Los Gramante viven arriba. Se dedican al comercio, pero son totalmente responsables.

– ¿Y su familia, mia donna? ¿Están todos bien?

– ¿Nada de heridas de bala?

Palieski vio que la mujer alargaba la mano subrepticiamente para tocar el banco.

– Ya que lo pregunta, sí. Gracias a Dios por los niños, signor.

Palieski hizo una inclinación.

– Gracias por hablar conmigo. Reanudaré mi paseo.

«Qué curioso», pensó, mientras seguía su tortuoso camino hacia la piazza. Evidentemente no era el doctor el que recibió el disparo; ni su hermano, si vamos al caso. Pero no vivía nadie más en el palazzo.

«Me pregunto cómo terminará esto», se dijo.

Divisó a Ruggerio, sentado a una mesa, y se disponía a reunirse con él cuando observó que un hombre que se encontraba de pie detrás, en la sombra de la arcada, le hacía una señal.

– ¿Está usted loco, signor Brett? ¿En la piazza, hoy?

– Estoy en manos del destino, Alfredo.

– Podría acabar en manos de la policía, signor, a menos que nos movamos con rapidez.

Palieski levantó una ceja.

– El hermano… No está tan loco como parecía -prosiguió Alfredo-. Recibió un balazo en el hombro y creo que eso lo calmó. De hecho, se lo debemos todo a él, tal como fueron las cosas. Le contó a la policía que había sido un accidente, y que no había nadie más implicado.

– ¿Y le creyeron?

Alfredo se encogió de hombros.

– De momento, sí. ¿Por qué no? Vamos, paseemos. La banda se dispone a tocar.

La arcada se iba llenando de gente por momentos; los venecianos patriotas se estaban apartando de la piazza para evitar la apariencia de que disfrutaban de la banda austríaca.

Cruzaron bajo la Procuratie.

– ¿Y por qué querría desencaminar a la policía?

– Los venecianos no sienten ningún amor por ellos, signor. Y una familia como ésa… Tratan de resolver sus propios problemas.

– ¿Cómo se llama esa familia?

– Por favor, signor Brett, no tengo libertad para decirlo.

– Después de todo lo que hemos pasado, había pensado… -Sus palabras se fueron apagando-. Estuve en el palazzo esta mañana. No hay ninguna vieja familia allí.

– ¿Esta mañana? ¿Por qué? ¿Con quién habló usted?

– Con una vieja dama. Me contó toda la historia del lugar. No dijo una sola palabra de lo de anoche.

Alfredo soltó un resoplido.

– El propietario del cuadro quiere ser discreto. Si nos invitara a su palazzo, usted pronto sabría su nombre.

– Pero usted me estaba diciendo…

– Signor Brett, si un cliente quiere discreción, yo soy discreto. No puede usted esperar menos.

– Entonces… ¿por qué estaba el hermano allí también?

Alfredo se detuvo y se dio la vuelta para mirar a Palieski.

– Signor. Le contestaré a esas preguntas, que tienen respuestas muy simples. Y luego debemos seguir; no queda mucho tiempo. ¿En América un hombre puede tener una amante…? Bien. Aquí en Venecia, es normal. No puede llevar esa mujer a su casa, así que toma un pequeño casino -una habitación en otra casa- donde pueden ir para su disfrute. Es muy discreto. Nadie hablará al respecto… Ni siquiera una vieja dama. Pero tal vez ella no sabe nada.

– Pero ¿y el disparo?

– No es usted veneciano, signor Brett. Hace demasiadas preguntas. Lo que pasa entre un hombre y su amante no es de la incumbencia de nadie. ¿Un disparo? ¿Porcelana rota? ¿El restallido de un látigo? ¿Comprende lo que estoy diciendo?

Se dio la vuelta y siguió andando.

– Ya basta. Lo que es importante para nosotros es el hermano. Él no sabe quién es usted, aunque probablemente podría reconocernos a los dos. De manera que es importante que no nos vea, por razones obvias. Yo sugeriría especialmente no ir a comer al Florian's.

– Pero no ha presentado ningún cargo, ha dicho usted.

– Sigue siendo una posibilidad. Una amenaza, si lo prefiere.

– Todo este asunto es una porquería -dijo Palieski malhumoradamente.

– No. Lo que pasó anoche parece desgraciado, por no decir otra cosa peor, pero también, en cierto modo, creo que ha sido beneficioso. Una pequeña efusión de sangre, para aliviar la presión, ¿no? Sigue existiendo una buena oportunidad, para usted. El hermano ha hablado con nuestro cliente. Éste no pondrá objeción a la venta, pero quiere su parte.

– Su parte -musitó Palieski-. Anoche se comportó como si no pudiera vivir sin el Bellini.

– Hay una compensación para todo.

– ¿Compensación?

– Significa, por desgracia, que el precio ha subido.

– Oh -dijo Palieski-. Voy a tener que pagar su parte, ¿no es eso?

– No completamente. Mi patrón ha discutido eso con ambos, y les ha convencido de que sean moderados. Ahora el cliente ha aceptado bajar su precio, en bien de la paz. Siete mil, ése es su último precio. Pero usted ya ha visto el cuadro. Ya sabe cuál es su valor.

– He visto a un hombre disparar contra él, sí.

Alfredo esbozó una extraña y cáustica sonrisa.

– Como autentificación, signor, es bastante concluyente. ¿No está usted de acuerdo?

– Muy bien.

– He tomado algunas medidas para ayudarlo, signor. Esta tarde zarpa un barco para Trieste. Mañana, a las doce, tras haber visitado a sus banqueros, puede usted regresar. Estará usted aquí para una segunda partida mañana por la tarde… hacia Corfú. Desde Corfú puede elegir cualquier destino que le guste… pero no, me parece, Venecia o Trieste.

– ¿Y por qué no me acompaña alguien simplemente a Trieste, con el cuadro? Luego puedo salir directamente desde un puerto importante.

– Una buenísima pregunta, signor Brett. Los hermanos no confían demasiado el uno en el otro. La única solución para ellos es recibir el dinero juntos cuando el cuadro cambie de manos… Y entonces, signor, procurar que usted realmente salga de la ciudad.

– ¿Quieren verme saludándolos desde la popa con una mano, y el Bellini en la otra?

– Por favor, signor Brett. Nada de bromas. Regrese a su apartamento. Yo lo llamaré a las cinco, y lo acompañaré al barco de Trieste.

– Haga algo por mí, ¿quiere? Hay un cicerone, Ruggerio, sentado en estos momentos en el Florian's. Bajito, con gafas, unos sesenta años. Espera tomar un buen almuerzo… ¿Le dará eso, con mis saludos, y le pedirá que pase por casa esta tarde?

– Ruggerio. ¿Gafas? Muy bien, signor.

Cogió el billete de banco, y se estrecharon las manos.

– Arrivederci!

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