Palieski observó como Maria se lamía un resto de helado de su labio superior.
Una lenta procesión de barcazas con velas manchadas por la herrumbre seguía su camino a lo largo de La Giudecca. Los barcos extranjeros que venían de alta mar eran raros. Palieski recordaba las grandes goletas de tres mástiles y las fragatas que a menudo atestaban el Bósforo, allá en casa. Aquí la navegación era estrictamente local: chalanas procedentes de la laguna, transbordadores de las islas empujados por cuatro hombres con largo remos, un enorme y cubierto burchiello, o barcaza de pasajeros, y una multitud de naves más pequeñas -lanchas, esquifes y la ocasional góndola- salpicaban las plácidas aguas azules, rutilando despreocupadamente a la luz de la última hora de la tarde.
En el Zattere, la passegiata había ya empezado. Parejas deambulando del bracete, sus hijos zigzagueando a su alrededor entre la multitud; viejos que golpeaban los adoquines con su bastón, deteniéndose de vez en cuando para admirar la vista, o saludar a un amigo; grupos de jóvenes con sus chisteras inclinadas en un aire desenfadado, holgazaneando en los puentes; los omnipresentes uniformes grises de los oficiales austríacos; una matrona andando majestuosamente con dos muchachas a remolque, que lanzaban miradas furtivas a los holgazanes.
Palieski desvió la mirada de los labios de Maria y observó a una harapienta muchacha con una bandeja de cerillas, abriéndose camino a través de las mesas. Palpó en su bolsillo buscando una monedita.
Entonces se quedó helado.
– ¡Maria! -susurró con urgencia-. ¡Pellízcame!
Maria giró la cabeza y sonrió con coquetería.
– Aquí no, tonto.
Palieski inclinó la cabeza. Había sido una visión momentánea y fugitiva… No podía estar seguro. ¿Compston, en Venecia? Pero ¿por qué no? El joven seguidor de Byron… Era exactamente donde uno esperaría encontrarlo, con la embajada británica de Estambul en sus vacaciones veraniegas. Al menos, si se trataba de Compston, no había sido descubierto. No se habían cruzado sus miradas.
No obstante, la mirada de Palieski, pese a su levedad, debía de haber dejado alguna impresión, porque, segundos más tarde, una carnosa mano se apoyó en el hombro de Palieski.
– ¡Vaya! ¡Excelencia! ¡Esto es demasiado fantástico!
Levantando la mirada con una torva sonrisa, Palieski descubrió unas greñas de rubio cabello bajo un sombrero de copa, y bajo ellas, la abierta, rubicunda, faz del tercer secretario del embajador de Su Majestad británica ante la Sublime Puerta.
– Compston -soltó secamente, en un tono bajo, Palieski-. Yo no estoy aquí. Usted no me ha visto.
El joven parpadeó.
Y entonces, para horror de Palieski, de pronto se convirtieron en tres.
– ¿Has encontrado a un amigo, George? -Otro inglés, también rubio, algo mayor que Compston: Ben Fizerly. Fizerly registró la presencia de Maria, y abrió unos ojos desorbitados-. Éste, amigos míos, diría… Vaya, ¡es Palieski!
Se estrecharon las manos.
El tercer miembro del grupo no era inglés. Era alto y muy bien parecido, de piel cetrina y una estrecha línea de bigote a través de su labio superior. Sus ojos, al igual que su cabello, eran negros.
– Éste es el conde Palieski, Tibor -dijo Compston-; conde, Tibor Károly. Está en la Embajada Imperial en Estambul.
Los talones de Tibor chasquearon, y el hombre se inclinó rápidamente. Compston parecía embarazado. Parecía que había comprendido la situación.
Palieski, por su parte, estaba pensando a toda velocidad. Maldijo sus condenados recuerdos cariñosos, ¡no debería haber paseado por el Zattere a esa hora! Y maldijo su mala suerte, también. A Compston, solo, podía haberlo manejado; incluso a Fizerly también. Pero ¿a Károly? Károly era húngaro. Podría simpatizar… pero quizás no. El hecho de que estuviera en la embajada, trabajando para la monarquía Habsburgo, lo vinculaba con la gente que Palieski más quería evitar.
– ¿Nos acompañarán, queridos amigos? Maria estará encantada de encontrar a alguien de su edad. -Palieski hizo un gesto señalando las sillas, haciendo tiempo-. ¿Siguiendo la pista de su señoría, Compston?
Éste enrojeció.
– Venecia, ya sabe. La Serenísima y todo eso -murmuró- y, bueno, ejem. -Miró por encima del hombro de Palieski a Maria, que estaba sentada con las manos juntas sobre su regazo. Había terminado el helado.
El rubor de Compston se acentuó.
– Conozco en Venecia a alguien que afirma que nadó con Byron -dijo Palieski-. ¿Le gustaría conocerlo, quizás?
Antes de que Compston pudiera responder, Fizerly se inclinó hacia delante.
– Para ser sincero, señor, estoy tan harto de ese Byron como un hombre puede estarlo. Y Tibor también, estoy seguro. De todas maneras, nos vamos mañana, a las nueve.
– ¿Para Estambul?
– Así es.
– Que lástima. Se perderán la noche en Venecia. -Palieski levantó la cabeza-. ¡Pero ésta es una ocasión, caballeros! ¿Quizás -si no es que estén comprometidos- me permitirán que los entretenga? Tengo un apartamento sobre el Gran Canal… y un poco de excelente champán.
– ¡Vaya, señor! Pero, de veras, no quisiéramos ser una molestia…
– Ninguna molestia, Compston. Será un placer para mí. ¡Camarero, grapa, por favor! Ahora caballeros, propongo un brindis.- Hizo una pausa, levantando el dedo como un director de banda, mientras el camarero dejaba la botella y cinco vasitos sobre la mesa-. Por ti, querida mía, y por ustedes, amigos… y por tanto: ¡estambuliotas todos!
Todos bebieron. Palieski volvió a llenar los vasos y brindaron por La Serenísima, por la natación de Byron, y finalmente por la noche que los aguardaba, antes de que la botella estuviera vacía.
– ¡A las góndolas, amigos míos!
Bajaron al embarcadero, el joven inglés sofocado y animado; hasta los ojos de Károly estaba brillantes, cuando los dirigía a la muchacha que acompañaba a Palieski.
– Maria -dijo Palieski, cuando los dos estuvieron instalados en la embarcación delantera. Venecia, se dio cuenta Palieski, tenía una ventaja sobre Estambul, al menos-, Maria, te dejaré en el Rialto.
La mujer hizo un puchero de decepción.
– Pero quiero que vengas dentro de una hora, más o menos.
– Ya veo.
– Con un par de amigas tuyas.
– ¿Amigas mías?
Ella lo miró, y enarcó una ceja.
– Maria, querida. Te estoy pidiendo que arregles una sencilla y tradicional orgía veneciana.