Enjambres de mendigos se estaban retirando de sus puestos al caer la noche.
Algunos eran trasladados por amigos caritativos; pero los famosos mendigos sin piernas de San Marco, que utilizaban nada más que las puntas de sus dedos para desplazarse, se impulsaban hacia un callejón lateral donde era liberados de la tabla rodante por un fiel sirviente, y lenta y dolorosamente se ponían de pie, mientras crujían sus articulaciones.
Un furioso soldado alemán, enrojecido por la falsa piedad y el vino, se dirigió renqueando sobre una pierna de madera hacia una de las más tristes vinaterías de la ciudad. Una espectral mujer, sobrenaturalmente flaca, y que agarraba sobre su pecho a un diminuto y desnutrido bebé, vestido con una camisita, metió al niño, de cabeza, en una bolsa. Estaba hecho solamente de cera y madera, y la mujer se fue a preparar la cena para su marido y sus cinco hijos auténticos.
En toda Venecia, bajo la cobertura de la oscuridad, se estaban realizando pequeños milagros. Por toda la ciudad la gente encontraba lenguas, miembros, parientes y apetitos. Los cojos caminaban; los débiles cargaban con sus camas; los idiotas y los locos, con miradas de inocente astucia, contaban sus ganancias y encontraban su camino hacia una jarra de vino o un plato de polenta.
En el puente de Palieski, el montón de harapos se agitó también. Lo que emergió de su nido fue un hombre; tenía llagas en su afeitado cráneo, y una sucia barba amarillenta. Orinó en el canal, luego se encaminó penosamente hacia el callejón, agarrando unos pocos cruceros en una mugrienta mano.
Nadie se cruzó con él. Al otro lado del siguiente puente, divisó alguna cosa bonita en el suelo y se detuvo a recogerla.
Era un pequeño objeto puntiagudo hecho de duro cuero rojo, y por unos momentos lo sostuvo ante sus ojos como si estuviera calculando su valor. Pero incluso en Venecia, entre los más pobres de los pobres, un tacón no vale nada sin su zapato; el mendigo escupió y siguió para adelante.
Más tarde, tras comer un trozo de polenta, guardándose la otra mitad, regresó a su puente.
Se acurrucó profundamente en su lecho de harapos y observó soñolientamente las idas y venidas de la calle.