Siempre que cerraba los ojos, Palieski se veía nuevamente sumergido en la oscuridad. El sonido de aquel grito bestial lo hacía levantarse de la almohada, rechinando los dientes. Había visto y oído morir a hombres. A veces morían silenciosamente como Ranieri en la nieve. A veces deliraban. Pero con demasiada frecuencia había oído aquel grito de la garganta de un animal asustado o herido.
«¿Qué soy yo?», se preguntó en una ocasión. No pensaba que fuera un cobarde. Pero se había salvado, ciertamente. ¿Salvado para qué? ¿Para Polonia? Se rió burlonamente ante la idea. ¿Era verdad que todo lo que hacía era puramente por la madre patria? ¿Entonces, por qué preocuparse del Bellini y del baile de un sultán? ¿Por qué no coger el dinero y ponerlo a trabajar? Quizás eso era lo que un hombre más valiente haría.
Pasaron las horas, y Palieski seguía arrastrándose entre el sueño y la vigilia. Vio alzarse el alba en su ventana; había olvidado cerrar los postigos. Para algunos, el alba trae esperanza; pero para Palieski era como si el sol estuviera espiando a través del cristal a un hombre que ya no era joven, medio enfermo por el coñac y los sueños amargos, dando palmaditas y haciendo la pelota a tiranos y cortesanas.
Un hombre que permitía que otro muriera solo.
Un hombre demasiado asustado para encender una cerilla en la oscuridad.
Entonces el sol se alejó de su ventana otra vez, y él se quedó inmóvil sobre la almohada, viendo la ventana a través de una maraña de negras pestañas, hasta que finalmente descubrió a Yashim junto a los pies de su cama.
– He fracasado -murmuró, sin sentir ninguna sorpresa; pero Yashim se limitó a sonreír.
Palieski no sentía ningún deseo de abrir los ojos. En su sueño, corría a través de la nieve, como una liebre sobre la delgada y dura capa, y la superficie de esa nieve estaba salpicada de los pequeños agujeros en los que sus amigos se habían hundido, uno por uno. Corrió de acá para allá a través del nevado campo, gimoteando y retorciéndose las manos, sabiendo que si trataba de salvarlos, él, también, se hundiría en la nieve como un carbón encendido.
Y cuando abrió los ojos con una sacudida, la habitación estaba vacía como siempre había estado, y alguien llamaba a la puerta y gritaba:
– ¡Signor Brett! ¡Signor Brett! ¿Está usted en casa?