Capítulo 88

– Lamento lo de su mano.

– Lo dudo.

Ella se rió.

– Fue usted mejor que yo, Yashim Pachá. Yo pensaba… esperaba que aprendería algo sobre usted. Menos de lo que me imaginaba -hizo una pausa, bajando sus párpados-. Usted nunca atacó. Quizás debería haberle dejado coger ese sable.

– Estaba pegado a la pared -señaló Yashim.

– Pero no se trata de eso -prosiguió ella, con una voz fascinada-. Usted se escondía. ¿Cómo lo hizo?

Yashim se encogió de hombros.

– Tuve suerte.

– No sea condescendiente conmigo.

Yashim hizo una pausa.

– Tal vez la utilicé a usted.

– ¿Que me utilizó? ¿Cómo?

– Me temo que era usted casi demasiado buena, contessa. Yo no soy un experto en florete, o en esgrima, pero vi cómo movía usted los pies. La manera en que avanzaba para atacar parecía perfecta. Sólo que usted no se concentraba en su oponente.

– Espero que no piense que lo subestimé.

Yashim movió la cabeza en un gesto negativo.

– No es eso. Usted no me subestimó… Ni siquiera me sopesó. Más tarde, pensó que me escondía. Yo diría que… Usted realmente no miraba.

Yashim pudo ver que ella se ruborizaba, y se mordía el labio.

– ¿Está usted diciendo que yo presumía?

– Es usted consciente de su poder -dijo él con voz inexpresiva-. Y es hermosa, naturalmente.

– Y la belleza me hace débil.

– No. Es el pensar en ello lo que la desequilibró.

– ¡Que me desequilibró! ¿Hay algo más que debería saber, maestro?

Él vaciló. Se trataba, de hecho, de algo más que había percibido en sus movimientos; pero, bueno, nunca había luchado con una mujer.

– ¿Por qué no me mató usted, Yashim Pachá?

Lo dijo tan repentinamente que Yashim no tuvo tiempo de reaccionar.

– ¿Cómo puede usted estar tan segura de mí? -dijo.

– ¡Ah! ¿Tan segura? -La mujer volvió a reír, pero sin alegría-. Gracias, Antonio. Eso es todo.

Ella sirvió el café en dos diminutas tazas de porcelana. Su mano apenas temblaba.

Cogió la taza de Yashim y se la pasó, con una ligera reverencia.

Estaban muy cerca.

– Eletro -dijo ella-. Un hombre llamado Popi Eletro.

Ella retrocedió hasta la bandeja, y cogió su taza.

– Entonces lo supe -añadió, y tomó un sorbo-. Boschini fue ahogado. El conde Barbieri fue asesinado, al salir de mi casa. Pero ellos eran mi gente.

– ¿Su gente? -Yashim estaba confuso.

– Como los pachás, Yashim. Sonrió-. Pero Eletro era uno de… los reaya.

Las ovejas: los reaya, los no creyentes a los que el sultán estaba sin duda destinado a gobernar. Hombres corrientes.

– Y entonces lo supe -dijo-. El Fondaco dei Turchi. Puede usted verlo desde esta ventana, Yashim Pachá. Venga.

Una discordante ovación sonó afuera cuando se asomó a la ventana. La contessa levantó una esbelta mano.

– ¿Ve usted esa ruina? En siglos pasados, Yashim Pachá, el Fondaco era su caravansar en Venecia, el han del comercio otomano. Seguro y aislado… pero magnífico, por supuesto. Ahí es donde celebramos la partida.

Yashim miró afuera. Las barcazas se habían marchado; unas pocas góndolas se balanceaban en las suaves aguas del Gran Canal. Sin embargo, la gente seguía allí, atestando el pontón situado casi en frente del Palazzo d'Aspi.

– ¡Consumad la unión! -sugirió un gondolero, su voz perdida entre la risa de sus amigos.

Yashim retiró la cabeza.

– Conozco el Fondaco -dijo-. Lo que queda de él. Alguien ha estado usando el hammam como prisión. Una prisión privada.

Ella se encogió de hombros.

– No me sorprendería.

– ¿La partida, contessa?

Por primera vez, ella adoptó un aspecto precavido.

– Eletro era el dueño del edificio. Por eso estaba allí.

– ¿Eletro? -preguntó Yashim con incredulidad.

Ella se encogió levemente de hombros.

– El Fondaco es una ruina. Y Venecia es barata.

Yashim no dijo nada, estudiando la cara de la mujer.

Ella le devolvió la mirada.

– Sea lo que sea lo que usted ve, Yashim Pachá, no es miedo.

– No -admitió él.

– Boschini y Barbieri eran los otros jugadores. Y cuando Eletro fue asesinado, entonces comprendí.

– Pero ¿por qué celebrar una partida en esa ruina?

Ella se encogió de hombros.

Com’era, dov’era.

Tal como era, donde estaba. Yashim había oído esa expresión anteriormente.

– Yo… nosotros… Queríamos fingir, por un momento, que nada había cambiado realmente.

– ¿Nosotros?

– El duque y yo.

– ¿El duque?

– El duque de Naxos. Nuestro invitado en Venecia.

La cabeza le estaba dando vueltas a Yashim.

– Pero el duque de Naxos…

– Murió hace trescientos años, sí. Joseph Nasi, un financiero judío. El sultán Selim el Borracho le hizo duque de Naxos por su ayuda en la captura de Chipre.

– ¿De modo que ese duque -su invitado- era un impostor? ¿Y usted lo sabía?

Ella lo miró, evaluándolo. Alargó sus manos.

– Quizás usted realmente ha venido a salvarme.

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