Desgreñada por el sueño y con un aspecto más adorable que nunca, Carla entró en el salón, encontrando a Yashim dormido, la frente apoyada en el cristal de la ventana.
Ella lanzó un gritito de sorpresa, y Yashim abrió los ojos. La mujer iba vestida con su camisón, bajo una larga bata bordada cuyas mangas estaban cortadas a la altura del codo.
– Pensaba que habías muerto -susurró ella.
– Eso le pasó al otro -respondió Yashim, frotándose los ojos-. Había venido a matarte.
Ella le cogió las manos.
– Dime lo que pasó.
Él se lo contó, casi de mala gana, y cuando hubo acabado, ella dijo:
– Ayer pensaba que tú habías venido a matarme, Yashim. En vez de eso, me salvaste la vida.
– ¿Me venderás el Bellini?
– ¿A ti?
– Al sultán.
Ella se irguió en toda su estatura.
– El dinero, comprendes… no es para mí.
– No lo pensaba.
– No, claro que no. -Carla se inclinó y lo besó suavemente en los labios. Pero quería que tú estuvieras seguro. En Venecia, Yashim, el honor es todo lo que queda.
Entonces se abrió la puerta, y entraron dos soldados de blanca chaqueta.
Tras ellos venía el sargento Vosper, y finalmente, a duras penas embutido en su uniforme, el propio Stadtmeister.
Se detuvo bruscamente en la puerta.
– Contessa?
Hizo una inclinación y entrechocó los talones.
– Lamento entrometerme en su casa, contessa, de esta manera. Pero se trata de una cuestión de urgencia.
– ¿Urgencia?
– Realmente. Sea usted tan amable de entregarme los papeles.
Y alargó la mano, como si la contessa los estuviera ya sosteniendo en sus manos.