– ¿No es un cuadro cualquiera lo que está usted buscando, signor?
– No -negó Palieski-. No es un cuadro cualquiera.
El hombre sonrió.
– Pero yo me he hecho preguntas al respecto.
Hurgó en el bolsillo de su pecho y sacó una tarjeta. La miró.
– Connaisseur, eso significa mucho.
Palieski le observó; la tarjeta, reconoció, era suya.
– Pero también… nada.
El hombre dejó caer bruscamente la tarjeta sobre la mesa.
La expresión de Palieski no cambió. Miró al hombre. Éste estaba bastante gordo, y tenía unas mejillas suaves, y pequeños y húmedos labios. Sus ojos eran grandes y negros. Llevaba la cabeza completamente afeitada.
– ¿Juega usted con ventaja, signor…?
El fornido individuo lo miró durante un largo rato antes de responder.
– Si le gusta, signor Alfredo. Eso no es importante, signor Brett.
Se produjo una pausa más ligera, como si hubiera estado mirando otra vez la tarjeta para comprobar.
– Bellini fue a Estambul en 1479 -dijo Palieski-. Pintó un retrato de Mehmet el Conquistador, que más tarde desapareció.
Alfredo suspiró.
– Soy un hombrecillo muy poco importante, signor Brett. Por favor, me gustaría que me entendiera. No puedo venderle un cuadro. Tengo hijos. Tengo una esposa. Mis padres viven con nosotros, y mi padre se ha quedado ciego.
Asintió como para agradecer la posible simpatía.
Palieski no dijo nada.
– Trabajo para otro hombre, un hombre muy grande, signor Brett. Muchas personas en esta ciudad le enseñarán obras de artistas inferiores. Puede usted comprar un Canaletto muy barato aquí.
– No estoy interesado en un Canaletto barato -dijo Palieski.
Alfredo juntó con fuerza sus manos.
– Claro que no. De lo contrario, signor Brett, no estaríamos hablando. Deje que le diga algo sobre Venecia. Parece pobre, ¿verdad?, triste, y como remendada, y gris, incluso en un hermoso día como éste. Una ciudad sin ingresos. Pero no se equivoque. Venecia es también una ciudad de extraordinaria riqueza… Como nuestros amigos de Viena saben muy bien.
Puso su dedo sobre la mesa y lo mantuvo allí.
– Estamos rodeados, signor Brett, de incontables tesoros. ¿Conoce usted el Museo Correr?
– Sí.
– ¿Qué le gustó de allí?
La pregunta sorprendió a Palieski.
– Me gustó el Carpaccio -dijo, después de reflexionar un momento-. Las Cortesanas.
El hombre sonrió.
– A mí también, signor Brett. Coincido con su elección. El conde Correr era un hombre rico, un hombre de gusto y relaciones. ¿Le sorprendería saber que él consideraba ese cuadro un pobre ejemplo del arte del maestro? Hablando relativamente, desde luego. Correr lo sabía bien… Había visto cosas que nunca podría volver a encontrar.
»Sabemos que durante mil años, Venecia estuvo saqueando el mundo. Con su riqueza, era capaz de producir sus propios maestros también. Esta ciudad nunca fue capturada, nunca fue saqueada. Trescientas familias manejaban las riendas del poder -y el acceso a la riqueza- en todos esos años. Oh, sí, los corsos cogieron cosas que pertenecían a este lugar -los caballos de bronce de San Marco, los Veroneses y Tizianos de las iglesias. Grandes, enormes, robos… ¿para qué? Para simbolizar su dominio del Véneto. Un triunfo pagano, nada más. No hubo ningún expolio de los palazzi. Quizás, de haber tenido más tiempo… ¿quién sabe? Los austríacos… aquí y allá, intentan llevarse obras de arte de la ciudad. Pero el mundo los está mirando. Mientras tanto la vieja nobleza se ha vuelto más lista.
– ¿Más lista?
– Estos viejos y tristes edificios -Alfredo hizo un gesto vago hacia el canal- con sus ventanas cerradas, parecen descarnados, medio abandonados. Una ciudad en decadencia… desde luego. -Se inclinó hacia delante-. Pero si usted pudiera ver lo que hay realmente detrás de esas paredes, no a la vista, sino en un desván cualquiera, bajo una alfombra persa, o guardado en un desastrado baúl… Bueno, no necesito decirle, signor Brett, que se volvería medio loco de gozo… y deseo.
Palieski recordó el palazzo de la contessa: le había parecido desnudo… pero quizás era sólo una fachada, una cautelosa reacción frente a los peligros representados por la ocupación extranjera. Había pueblos en la Tracia, y Macedonia, recordó, que apenas si parecían pueblos: eran sólo montones de basura. Estaban habitados, según información fidedigna, por personas que hacían todo lo posible por disimular su riqueza, la mejor manera de evadir los impuestos.
Alfredo se inclinó hacia delante.
– Hay tesoros en Venecia que incluso sus propietarios no saben que existen -dijo empleando un tono bajo, como de admiración-. Pero a veces, signor Brett, esos tesoros salen a la luz.
– ¿Su patrono sabe de esas cosas ocultas?
Alfredo se encogió de hombros, como si la cuestión no mereciera ser discutida.
– Y le diría más. Un palazzo, querido signor, no es una tienda. La vieja nobleza de Venecia no son tenderos, que etiquetan sus piezas para la venta. Y tienen discreción. Debe usted comprender que esos tesoros pertenecen en cierto modo al patrimonio de Venecia, aunque hoy esté caída. Pertenecen a las antiguas familias. Constituyen una historia de una casa, y de las personas que han vivido ahí. -Hizo una pausa, frunció el ceño, y buscó la adecuada explicación-. Ajá… Esas piezas pueden compararse con una hija hermosa. Su matrimonio, cuando abandona la casa, no se deja al azar. Es un asunto que merece una completa y delicada atención.
Palieski asintió. Se preguntó si el signor Brett, de Nueva York, pese a toda su riqueza, era exactamente el tipo de partido que un patricio veneciano consideraría adecuado para su hija… Aunque ésta estuviera hecha de tela y óleo.
Alfredo pareció haber leído sus pensamientos.
– Mi patrón comprende estas delicadas cuestiones -dijo-. Yo pensaba, antes de que lo enviaran a usted, que su caso era desesperado. En Venecia uno puede comprar… ¿qué? Cualquier cosa… un amigo, una mujer, una bonita casa. -Miraba a Palieski mientras hablaba, y Palieski enrojeció ligeramente-. Pero ¿una obra de arte? Eso es diferente.
Alfredo levantó la cabeza.
– Deje que le hable con franqueza. Mi patrón no se siente feliz de verlo a usted en Venecia. Es usted algo nuevo, signor. Durante muchos años, hemos arreglado los asuntos entre nuestros clientes -sus clientes, quiero decir- y sus amigos venecianos. Son obras muy importantes, y los precios son, bueno… ¿quién puede pagar? ¿Los franceses? Humm. Algunos. Algunos rusos. Algunos otros, suecos, príncipes, sí. Pero los ingleses… Ésos son los mejores. El famoso Byron, ¡bah! Pero sí los amigos de Byron. Señores, como él, con palazzi propios. Durante muchos años hemos tratado con esos hombres. Sólo con ellos, diría yo.
– Y ahora apreciarían ustedes un poco de competición.
Alfredo sonrió.
– Nos comprende usted muy bien, signor.
Palieski hizo un gesto al camarero.
– Dos coñacs -dijo. Y dirigiéndose a Alfredo, añadió-: Ustedes no saben nada de mí.
Alfredo se rió para sorpresa de Palieski. Esperó mientras el camarero servía el coñac en dos enormes copas.
– Exagera usted, signor Brett. Creo que se sorprendería de lo mucho que sabemos sobre usted.
Deslizó una mano bajo el vientre de su copa y la agitó para que el acaramelado líquido dejara un brillo aceitoso en el interior; luego la levantó hasta su nariz e inhaló, profundamente.
– Pero, en realidad, no importa en absoluto. El suyo es un país grande, signor Brett, como creo que usted ya ha hecho notar.
Palieski levantó la mirada y sus ojos se encontraron.
– Me alegro de haber tenido la oportunidad de hablar -dijo Alfredo. Inclinó su copa hacia Palieski-. Por Bellini -dijo suavemente. Luego, sin esperar una respuesta, se bebió el licor y se puso de pie.
– No hemos discutido sobre Bellini, signor Alfredo -dijo Palieski.
– Yo siempre he hablado de Bellini, signor Brett.
Se dio la vuelta para marcharse, luego se detuvo y volvió la cabeza.
– Nos volveremos a ver. La nota está pagada -añadió, con una leve sonrisa.
Dicho lo cual se marchó a través de un arco de la galería con dos rápidas zancadas.
– Mutis a la derecha -murmuró Palieski para sí-. Signor Brett, en escena, bebiendo coñac.
Bajó la mirada y reconoció la lista que había estado escribiendo, comparando las opciones.
Rompió la lista en pedacitos. Tras lo cual, se puso de pie y se dirigió al borde del canal, donde dejó caer los trocitos al agua.
– Telón.
No era lo que había esperado. Le hacía sentirse incómodo.
Asustado.
No acudiría a la cita, pensó.