Capítulo 86

Veinte años habían transcurrido desde que Yashim entrara por primera vez en la escuela de palacio. Era un joven ya, cuatro o cinco años mayor que sus compañeros, aquellos inexpertos e imberbes muchachos cuyas plegarias y charla lo habían atormentado durante aquellos primeros meses de indiferencia y desesperación. Fue admitido como un favor. A su padre no se le ocurrió ninguna otra manera de curar el terrible daño que sus enemigos habían causado a su hijo. Quizás, también, fue enviado allí porque el muchacho le recordaba demasiado a la vieja gobernadora de su vida, la madre de Yashim, la hermosa Elena.

Elena había estado en la cueva. Fue deshonrada, y luego la mataron. Los enemigos de su padre habían reservado para Yashim, sin embargo, una tortura más exquisita. El acto en sí duraba solamente unos segundos; y sólo implicaba dolor. Pero la amargura de aquel momento lo atormentaría toda la vida.

Castrado por los enemigos de su padre por mera diversión, Yashim había llevado su dolor y su desesperación a la escuela de palacio, en Estambul. Y allí le habían impartido una incesante disciplina, un constante entrenamiento del cuerpo y la mente. Yashim entró en un mundo regido por la vara; un mundo de duros bancos de madera, azotainas, baños fríos y expulsiones semanales. El viejo eunuco que los gobernaba era un ordenancista, caprichoso, exigente, manipulador; ligeramente cruel. Para los menos talentosos, era infaliblemente amable, antes de echarlos a patadas. Para los que se mostraban como auténticas promesas, era un azote. Yashim lo hacía todo bien, pero eso fue tres años antes de que descubrieran lo que lo hacía mejor que nadie. Antes de volverse indispensable.

Al principio él se había resistido a aquel régimen, no creyendo mucho en su redención, y dudando de que quedara nada en él que redimir, como si ya hubiera muerto. Su espíritu estaba muerto. Se mostraba malhumorado y lento. No se burlaba del viejo maestro o de los montones de fría caligrafía que se veía obligado a ingerir, o de los juegos de lucha y gerit. Era un joven cultivado, más fuerte, más rápido, más experimentado que los demás. Simplemente, no le importaba.

El viejo eunuco empezaba despertándolo temprano, una hora antes que a los demás, en las horas muertas de la noche. Lo despertaba con un golpe de su vara, rematada en plata, contra las piernas. «Tienes menos tiempo que los demás. Debemos hacer más.» A veces le hacía correr. Otras, recitar el Corán. Por la noche, cuando los demás muchachos hablaban entre sí en susurros, Yashim se caía dormido, exhausto.

No obstante, poco a poco, sin saber el motivo, se encontraba despabilado. Aprendió a canalizar su agonía mental hacia la disciplina que le imponía el viejo lala, y dejó de tener miedo de hacerlo demasiado bien. «Entrena el cuerpo y cultiva la mente, y el corazón seguirá», según reza el antiguo precepto otomano.

Fuera de la miríada de logros que él había esperado alcanzar, los recitales, la música y las lenguas, la retórica, el álgebra, la etiqueta y la lógica, la equitación, el tiro al arco, el gerit, Yashim conservaba sólo vagos recuerdos de la escuela de lucha.

Sin embargo, eso quizás era lo que.se esperaba de él en la escuela de palacio. Gracias al estudio, a fin de cuentas, cualquiera podía aprenderse el Corán, cualquiera podía aprender a tensar un arco con habilidad y esfuerzo. Pero para los hombres que iban a dirigir las energías del Imperio, el dominio de todas las artes no era un final, sólo un comienzo. Recordar una cosa no era nada. Lo que contaba era poder usarla.

El conocimiento de Yashim del Diagrama del Arenero no es que estuviera disponible para él en su pensamiento: lo tenía inculcado a un nivel instintivo.

Las franjas tejidas de un interminable nudo estaban inscritas en la invisible maquinaria de su mente.

Veinte años más tarde, en un palazzo de Venecia, el instinto cobró vida.

Загрузка...