Palieski rodeó cuidadosamente el oscuro bulto de harapos amontonados contra el escalón y la pared del último puente, y miró adelante para ver si el restaurante seguía abierto.
A la débil luz de la calle distinguió una pareja. Había otro hombre a su lado, caminando por la estrecha calle. El hombre parecía estar borracho.
Dentro del restaurante se quitó la chaqueta y encargó una botella de Barolo. El local estaba casi vacío, y le pidió al camarero alguna cosa fácil, algo rápido. No quería ser culpable de que se acostaran tarde.
El camarero sonrió.
– Estamos a su disposición, signor Brett. Lo que usted desee comer. Por favor.
Palieski pidió un plato de hígado de ternera.
– Unos minutos, señor. Su vino.
Su primer pensamiento al regresar a casa fue para las cartas de crédito que Yashim le había proporcionado. Encendió una vela y hurgó en su maleta hasta descubrirlas, cinco gruesas y muy dobladas hojas de papel, de la clase más fina y legal.
El dinero, observó, debía retirarse en Trieste en vez de Venecia, en dos bancos distintos.
Enarcó irónicamente la ceja al ver esto: Venecia, donde se había inventado el crédito, ya no podía proporcionar fondos a un viajero. Alfredo tenía razón: era una ciudad con capital, de alguna clase, y ningún ingreso.
Vendiéndose su herencia, trocito a trocito.
Se desnudó, se subió a su cama y alargó la mano en busca del Vasari que había dejado sobre la mesa en su siesta. Sus dedos se cerraron sobre el fino aire, y miró a su alrededor, sorprendido. Era como si el libro hubiera saltado de su presa para caer unas pulgadas más allá.
El somier crujió cuando él se inclinó.
¡El Vasari! ¡Otra vez!
Cambió de idea, sopló la vela y en unos minutos se quedó dormido.