Palieski regresó lentamente a pie a su apartamento. Se le había ocurrido, extraña e irónicamente, que podría hacerse con seis mil libras.
De vez en cuando oía pasos que se aproximaban; una oscura figura surgía del estrecho pasaje, su sombra alargándose a cada paso, y pasaba por delante de él con su ahogado saludo. A veces oía pasos a su espalda. Caminaba lentamente, saboreando el dinero, y los dejaba pasar.
Seis mil libras servirían para comprar un pequeño ejército, o una biblioteca o a un asesino. Se hizo preguntas al respecto. Se preguntó, también, cómo sería poseer un periódico, quizás en Francia; ediciones en polaco y francés; artículos sobre poesía y música, y, por encima de todo, la verdad sobre Polonia y los polacos. Mickiewicz era un buen poeta. Herzen… Contribuiría al bando de Rusia. Sí, seis mil libras darían para mucho en la diáspora, en buhardillas y salones.
Pero, por otra parte, no lo bastante. ¿Mejor, quizás, ir a Nueva York, como signor Brett, vendiendo Canalettos a los nuevos ricos? Esbozó una amplia sonrisa y torció a la izquierda. ¡Australia! Una nueva vida. Una nueva vida, sin duda, pero inclusos en sus sueños no estaba claro qué vida podía llevar en Australia.
Seis mil. Dos derrochadas en opio procedente de Bengala; otras dos en un velero. Vendido en China. ¡Taipan Palieski, el hombre más rico de Amoy! Dejó escapar una risita.
Se oyeron pasos nuevamente en los adoquines, a su espalda.
Se detuvo para mirar a su alrededor y no consiguió reconocer el callejón. No había luces más allá. Comprendió que había doblado por una esquina errónea; para asegurarse se dirigió al extremo del callejón y se encontró mirando a través de una arcada a una serie de fangosos escalones y a un canal.
Giró en redondo, y empezó a deshacer lo andado, oyendo el desigual eco de sus pasos en la oscuridad.